LA ISLA DE LAS ÚLTIMAS VOCES
Hace tiempo que Mikel Santiago se consagró como un referente en la literatura española dentro del género de suspense, hoy más etiquetado como thriller porque vende mejor, pero el suspense sería el casillero correcto en el que situarlo.
En concreto, el escritor vasco se consagró cuando en el año 2015 publicó su segunda novela, El mal camino, que superaba en calidad y emoción a su debut en el mundo de las letras, La última noche en Tremore Beach, que data justo del año anterior.
Posteriormente publica El extraño verano de Tom Harvey para pasar, a finales de 2018, a destacar de la manera más brillante posible, con su último trabajo, La isla de las últimas voces, una historia compacta, estupendamente armada y completamente absorbente que si bien va aumentando en tensión a medida que avanza, también atrapa al lector como va haciendo con la telaraña que envuelve a sus personajes.
Una isla pequeñísima en el Mar del Norte es el escenario de unos hechos dignos de la serie de suspense de mayor éxito de tu plataforma favorita. Sus protagonistas son Carmen, una mujer española que ante un pasado traumático se refugia en el trabajo de un hotel en esta isla perdida en el mundo y Dave, un soldado con una misión muy particular: la de llevar una Caja en un avión para entregarla a su destinatario y olvidarse de ella para siempre.
Pero un accidente de ese mismo aeroplano hace que la tripulación, tanto militar como civil que custodia La Caja, tenga el fatal desenlace que la historia requiere para que solo Dave sea el que siga adelante con la misión, pero La Caja se pierde en el océano y serán los pescadores del puerto de la isla a la que Carmen se ha mudado quienes la encuentren y decidan qué hacer con ella.
Dave no puede advertirles nada porque bastante tiene con intentar sobrevivir al naufragio posterior al accidente, y como personaje queda aislado de las actividades que el pueblo resuelve que hay que hacer al respecto de ese objeto que los tiene a todos fascinados. Su contenido, piensan, los va a sacar de la ruina en la que el pueblo lleva sumido desde hace ya varios años.
La isla de las últimas voces es exactamente la novela que imaginas, por eso se disfruta tanto, porque la narración de Mikel Santiago la lleva por derroteros entretenidísimos dentro de los márgenes comerciales de las publicaciones más contundentes.
Es decir, La isla de las últimas voces es tan amena como sencilla de leer. Y extremadamente adictiva. Sigue los patrones de historias centradas en pueblos remotos con habitantes desesperantes que se van volviendo locos, y eso logra que no puedas dejar de pasar las páginas.
Eso sí, los protagonistas son todos encantadores. Carmen, una Ripley capaz de hacer lo más inimaginable, Dave, un soldado con gran corazón y enormes ideas para salir de las situaciones más retorcidas, Amelia, una anciana con el alma más joven de la isla a la que cogeremos el mismo cariño que le tiene Carmen, aunque Amelia sea su jefa, o Charlie Lomax, un ingeniero que sabe los peligros que entraña la visita que hace al pueblo en las navidades en las que transcurre la historia.
Los personajes secundarios, los pescadores y sus familias, así como las autoridades de la isla, se hacen querer bastante menos, pero alguien tiene que salir mal parado para que todo encaje y la estructura de la novela se despliegue con la normalidad con la que lo hacen los best-seller.
Lo que resulta más llamativo en La isla de las últimas voces es el parecido que tiene su estructura, su narrativa, sus personajes, su atmósfera, toda ella, con la obra del maestro Stephen King. No digo que sea una copia de sus novelas, pero sí que leyéndola uno recuerda títulos como It o Los Tommyknockers, sobre todo esta última, y no rechina unir los nombres del escritor de Maine con la última publicación del de Portugalete.
Esa atmósfera opresiva en la que los sueños tienen una importancia capital recuerda tanto a las creaciones de King que si no supieras que la novela no es suya pasaría por serlo si nos lo aseguraran.
Instisto: no es algo malo, todo lo contrario. Ser capaz de contar una historia de ese modo, dando pinceladas para que ésta avance, reflejándote en un maestro sin dejar de ser tú mismo, ya que el estilo de La última noche en Tremore Beach o El mal camino está presente, me parece digno de alabar.
Es algo comparable a la Claudia Piñeiro de Elena sabe, que recuerda a la literatura de José Saramago siendo ella la que escribe el texto y sin que pueda discutirse que sea Claudia en lugar de José quien está detrás del teclado.
Partiendo de las atmósferas de Stephen King nos adentramos en St. Kilda con el temor de que a cada página un giro nos cambie la situación en la que estamos, y nos deja los capítulos, titulados con el nombre del personaje con cuyo punto de vista vamos completando la historia, en momentos tan álgidos que deseamos que vuelva a llegar el siguiente del personaje correspondiente para continuarlo. Algo así como lo que sucede con las novelas de Juego de Tronos.
De este modo vamos devorando las 550 páginas de que consta La isla de las últimas voces. Y no pesa ninguna. Tal vez, si se llevara al cine, porque es tan visual que parece un story-board descrito, no dibujado, se pudiera resumir su acción en 90 minutos y no requiriera una serie de varias temporadas, que es lo que si se puede, se tiende a rodar ahora. En una película puede contarse perfectamente lo que la novela relata, y quedándose en película para cine, se trataría, si se adapta correctamente, de una de las más entretenidas del año.
Silvia García Jerez