LA (DES)EDUCACIÓN DE CAMERON POST
Tras La (des)educación de Cameron Post, un título largo y un tanto desconcertante, se esconde una de las denuncias que el cine norteamericano reciente se está poniendo de acuerdo en destapar para que el horror quede bien reflejado en la pantalla.
Ya lo hizo hace unos meses, cuando se estrenó Identidad borrada, un film sobre un joven homosexual al que sus padres, tan conservadores como que su progenitor es el cura baptista de la iglesia local, deciden llevar a uno de esos programas para convertir a la heterosexualidad a quienes en ellos entran.
Ahora nos llega La (des)educación de Cameron Post, contándonos lo mismo pero desde el punto de vista de una chica que tras perder a sus padres es criada con su conservadora tía y a la que su novio pilla con una chica en el baile de graduación.
La diferencia con Identidad borrada es que mientras en aquella la historia se centraba más en los flash-back que nos mostraban al chico enamorándose de otros, y casi nos mantenía al margen de lo que el infierno de estas clases de conversión supone para estos chicos, La (des)educación de Cameron Post nos mete de lleno, durante prácticamente todo el metraje, en esta pretendida reorientación sexual de los chicos.
La lástima es que la denuncia sigue siendo en vano. En su día califiqué de decepcionante Identidad borrada porque no me pareció justo que algo tan duro se tocara de manera tan ligera. Solo un cuarto del metraje de la película está plenamente dedicado a lo que ocurre en esas clases, a lo que se enseña, a cómo se enseña y a cómo afecta a los implicados.
El resto de Identidad borrada se dedicaba a abordar lo que la familia consideraba que era un problema desde un punto de vista tan liviano, tan tangencial, tan focalizado en lo que a los padres les molestaba más que a lo que al hijo pudiera traumatizar, que daba pena pensar lo que esa película hubiera podido ser en lugar de lo que en realidad era.
A La (des)educación de Cameron Post le ocurre algo parecido, pero ya no en el seno de la familia, que rápidamente se desentiende de Cameron y la ingresa en el sitio que creen adecuado para ella, sino en el lugar al que, en contra de su voluntad, pero sin que pueda hacer nada para evitarlo, Cameron acaba recluida.
En este caso, que estemos buena parte del metraje en el reformatorio, en clases, reuniones y encuentros con la terapeuta que ha de modificar una conducta, algo que parecía una garantía de verdadero acercamiento a la dureza de un proceso que no tiene sentido ni base científica alguna, tampoco nos lleva a entender por qué hay chicos que llegan a suicidarse tras pasar por esta experiencia.
Y es que La (des)educación de Cameron Post se asemeja más a un telefilm que al cine redondo y escalofriante que estaba llamado a ser. El tema es lo suficientemente espeluznante como para que se nos ofrezca una película demoledora sobre unos chicos a los que se les somete a una terapia brutal que va en contra de sus naturalezas.
Pero la película es demasiado plana. Desiree Akhavan, su directora, hace un trabajo excesivamente reiterativo, falto de interés y poco asfixiante para lo que podemos intuir que en realidad son esas terapias. Y para ayudar a la verosimilitud del conjunto, éste se completa con una escena en la que Cameron, interpretada por la estupenda actriz Chlöe Grace Moretz, y algunos otros compañeros en la cocina, se lanzan a cantar What´s up, de 4 Non Blondes.
Tal circunstancia recuerda, por su falta de credibilidad en medio de la reclusión en una cárcel de mujeres en la España de postguerra, al baile con el que Las 13 rosas trataban de aliviar su confinamiento en la prisión.
Podría haber sido algo creíble que en el film de Emilio Martínez-Lazaro si se hubiera contado bien, si supusiera de verdad un respiro en medio de tanta represión, pero no de la manera en la que se nos traslada a la pantalla, porque si la película no está funcionando, si no está transmitiendo en todo momento el horror que se supone que cuenta, ese otro, de alegre complicidad, es aún menos creíble, y le hace todavía mejor justicia a la realidad que pretende denunciar. Por eso tampoco funciona aquí. Distintas películas, diferentes represiones, mismo tipo de incredulidad ante los hechos narrados.
De este modo, incluso Identidad borrada tenía más peso y lograba ser más contundente que La (des)educación de Cameron Post. Al menos la película en la que Lucas Hedges sufría el curso de conversión era un poco más honesta mostrando en muy corto espacio de tiempo el dolor al que los chicos eran expuestos. Aunque no entrara de lleno en lo que suponía para ellos estar ahí, el escaso metraje en el que veíamos que Joel Edgerton, su director, se adentraba en el modus operandi sí proporcionaba momentos de desasosiego y comprendías que los chicos quisieran acabar con todo cuanto antes.
No es el caso de la película que nos ocupa. Vemos las consecuencias pero no el proceso desgarrador de llegar a ellas. Y lo cierto es que si un film se propone denunciar estas prácticas debe hacerlo con todas las consecuencias, pensando en hacerle justicia a quien las sufre y no en el público, al que pudiera parecerle tan dura que quisiera que la película terminara lo antes posible. Eso debería ser lo que provocara una buena película sobre este tema, porque el suicidio es algo muy serio como para no mostrarle al mundo la realidad de lo que a alguien le ha podido conducir hasta ahí. Y piensa que si para ti, que estás cómodamente en tu butaca, es algo complicado de ver, para ellos fue, o es, infinitamente peor vivirlo. El cine no puede dejar resquicios a la hora de mostrarlo. El cine, al menos, les debe eso.
Silvia García Jerez