LA TRINCHERA INFINITA: Mi vida sin los demás
La trinchera infinita es otro de los films que sobre la guerra civil española, o sobre su postguerra, nos están llegando a los cines este otoño. Comenzamos con Sordo, seguimos con Mientras dure la guerra y ahora conoceremos a Higinio y su peripecia, una de tantas que entonces fueron reales y de las que buena parte del público reniega porque volver a contar nuestra historia es agotador, cansado y nada productivo de cara a entrar en una sala a ver mundos fantásticos.
Resulta llamativo comprobar que cuando se trata de una película sobre la II Guerra Mundial, o sobre la primera, caso de 1917, de Sam Mendes, que llegará a principios del año próximo a nuestro país, se espere con ansia pero cuando el foco se pone en una historia de nuestra contienda las caras no puedan ser más largas. Pero la taquilla no ha dado la espalda a Mientras dure la guerra y, a falta del estreno y de saber sin funcionará, de momento las buenas críticas y los premios le están lloviendo a La trinchera infinita.
Y es estupendo. Sordo fue menos vista, pero ninguna de las tres coincide en argumento aunque sí lo haga en el tiempo histórico, ya que Sordo habla de los maquis, Mientras dure la guerra se centra en Miguel de Unamuno y La trinchera infinita nos cuenta la historia de uno de tantos topos como hubo en aquel entonces.
Los topos, lejos de lo que más de uno pueda pensar, que fueran soplones de algún bando, eran en realidad supervivientes republicanos que para esconderse de quienes los buscaban permanecieron escondidos en sus casas durante décadas. Algunos más de 30 años, hasta la Amnistía concedida ya en democracia. Una vida entre paredes.
En el año 2008 la fallida adaptación de Los girasoles ciegos, una obra maestra escrita por Alberto Méndez y llevada a la pantalla por José Luis Cuerda, nos presentaba a un topo, interpretado por Javier Cámara, escondido en su casa por su mujer, a la que daba vida Maribel Verdú, pero el film fue tan decepcionante que no sirvió para que el gran público descubriera la existencia de los topos, porque muchos ni siquiera sabrían que tal figura existió realmente.
En 2019 los responsables de Loreak y Handia, Aitor Arregui, Jon Garaño y José Mari Goenaga, por fin juntos en la dirección de un largometraje, ya que los anteriores los hicieron por parejas, sacan a la luz a uno de estos héroes o pobres secuestrados de la vida, según se quiera ver, para darles la visibilidad que se merecen para que buena parte del público que los desconoce sepa quiénes fueron y por lo que pasaron.
Higinio (Antonio de la Torre) consigue escapar de un paseíllo con fusilamiento garantizado y corriendo por el campo de su pueblo consigue esconderse y volver a su casa, pero como se le da por desaparecido se le sigue buscando. Así comienza la pesadilla de tener que vivir oculto, lejos de los ojos de los demás menos de su mujer, que sabe perfectamente dónde está y hará lo imposible por que su vida sea más fácil aún en esas condiciones.
Pero claro, la guerra acaba y da paso a la postguerra, y se sigue buscando a los desparecidos para continuar las represalias iniciadas hace tiempo. Por lo tanto, Higinio no puede bajar la guardia, aunque el paso de los años acuciará algunos altibajos en la convivencia con Rosa (Belén Cuesta), su entregada esposa, siempre pendiente de las miradas del pueblo y de que ningún movimiento, tantos años después de estar escondido, delate lo que de verdad pasa de puertas adentro.
La trinchera infinita fue una de las películas favoritas para ganar la Concha de Oro en el festival de San Sebastián, pero no logró hacerse con ella. Obtuvo otros premios, como el del mejor guión, el FIPRESCI o el premio Feroz a la mejor película de la sección oficial, distinciones con las que no acabo de estar de acuerdo.
No se trata de una mala película, pero tampoco creo que su resultado merezca elogios tan desmesurados como los que la acercan a la obra maestra. Ni mucho menos. Al contrario, se trata de un film de lo más correcto, con momentos verdaderamente intensos que elevan la cinta a una cota interesante, pero entre que su duración es excesiva, que los tiempos muertos no aportan nada narrativamente hablando sino que además parece que solo se encaminaran hacia los otros más destacados, y los subrayados innecesarios que contiene, la película no encaja en los casilleros de los adjetivos más exaltados.
Es encomiable la labor de sus directores por acercarse a estas figuras tan desconocidas, esos topos que vivieron décadas llenos de miedos, pero el acercamiento de La trinchera infinita a ellos es bastante menos angustioso de lo que debió ser la realidad que los rodeaba.
La película es tan larga (dos horas y media) que en lugar de sentirnos tan atrapados como Higinio nos acoplamos a su nuevo estilo de vida, a su decorado entre cuatro paredes, en las que llega a vivir no encantado pero sí acostumbrado, y por lo tanto dejamos de sentir ese miedo para convertir su trinchera en un escenario, en otra casa, pero sin que muchas veces el peligro latente se haga lo asfixiante que esperábamos.
Y lo cierto es que sus dos protagonistas están estupendos. Antonio de la Torre es un Higinio condenado, reducido a muy poco y en ocasiones tiranizado por una situación que se le va de las manos y Belén Cuesta, como Rosa, ofrece también un repertorio interpretativo coronado por un momento en la máquina de coser que es digno de todos los premios.
A ellos se les une Vicente Vergara, la auténtica revelación de la película. Interpreta a Gonzalo, un vecino del pueblo que pondrá los pelos de punta a más de un espectador y que cuenta con, probablemente, la secuencia más memorable de la película.
La trinchera infinita, uno de los títulos más bonitos de la cartelera, es también uno de los que cuenta con mejor producción en sus imágenes: un diseño de vestuario excelente, una fotografía ejemplar, técnicamente goza de un gran acabado, pero el montaje se tenía que haber pulido para disminuir la duración y haber logrado que pasaran los años con la narrativa, no solo con el esplendido maquillaje. Solo con la precisión de la dirección se habría transmitido la opresión que vive su protagonista. No necesitas más minutos para dar la sensación de que pasa el tiempo, existen muchos recursos de la imagen para dar esa impresión. Y el cine es imagen. Y montaje, uno de los aspectos que no funcionan en La trinchera infinita.
Es una lástima que una cinta tan necesaria, que parecía que por fin iba a darnos el título definitivo sobre los topos, se quede, una vez más, en el intento de lograr la justicia audiovisual que sus casos merecen. Por supuesto es mejor que Los girasoles ciegos, pero no llega a ser tan contundente como lo fueron Loreak y Handia, dos películas menos comerciales pero con mucho más cine en sus fotogramas del que La trinchera infinita puede presumir.
Silvia García Jerez