PLAYGROUND: El terrorífico recreo de la vida
Nos han vendido la infancia como un territorio idílico en el crecimiento del ser humano. No es de descartar que todo forme parte de un plan para dulcificar la dureza de lo inevitable: el hecho de que la naturaleza cree a todos sus seres como a los que solo nosotros llamamos animales, pero que también funcionemos por instintos, y cuyos actos, muchas veces, resulten imprevisibles si nos salimos del baremo de lo que se espera que hagamos tras una educación que aplaque nuestro lado oscuro.
Por eso, cuando nos enfrentamos a películas como Playground, que nos sacan del lugar de confort en que el que lo políticamente correcto nos ha situado, nos sentimos indefensos. No hay nada que nos prepare, por muchas noticias de sucesos que hayamos leído, para afrontar el hecho de que unos niños sean capaces de burlar su territorio y adentrarse en el espectro más salvaje, ese que todos tenemos, que sabemos que existe, pero al que no solo no acudimos sino que ni nos asomamos.
La ópera prima del polaco Bartosz M. Kowalski se nos presenta por capítulos, tres para la introducción de los protagonistas, los chicos que van a llevar el peso de la historia, y tres más para arrastrarnos al infierno, despacio, con las prisas que caracterizan a la vida real, un tempo que suele estar alejado del que es comercialmente cinematográfico.
No en vano Bartosz empezó su carrera como documentalista y no tenía pensado acercarse a esta historia cuando planeó hacer su primer largo, pero leer el suceso en que Playground se basa lo dejó tan asombrado que ya no pudo mirar hacia otro sitio.
Playground está centrada en el último día de colegio de unos chicos que una vez graduados no volverán a verse. Es por eso que Gabrysia, una joven con sobrepeso y problemas mentales que la llevan a hacer cosas tan llamativas como calentar agua hasta que hierve, metérsela en la boca y mantenerla allí sin tragarla hasta escupirla, no puede dejar pasar más tiempo para decirle a un compañero que le gusta.
La cita, en un lugar nada romántico, ni promete ni cumple. Y cómo no, el chico tiene un cómplice, un amigo que todo lo graba. Nada raro en una sociedad en la que antes que su dueño, entra el móvil a los sitios, incluso con aquel modelo de Blackberry que se retiró del mercado por fallos y problemas, a tenor del primer plano que de él se nos muestra en un momento dado. Es lo que tiene que la cinta nos haya llegado con dos años de retraso.
Pero Playground no acaba ahí. El demonio sigue su descenso a los infiernos. El mal no tiene edad, solo es, y como tal busca el siguiente escenario en el que manifestarse.
La realización de Bartosz parece simple pero está muy elaborada. Como ocurre con otros títulos, como Irreversible, aparenta ser más casual de lo que es. Porque el horror hay que saber medirlo para que sirva como mensaje más allá del divertimento adolescente de entrar en una sala a ver las desventuras de unos chicos que van muriendo a manos de asesinos en serie que los persiguen bajo la lluvia con un grito como única defensa.
Sí, hay decenas de clásicos que responden a esta descripción y son excelentes, pero contienen una fórmula explotada por films que creyeron que copiándolos llegarían a ser igual de buenos en lugar de caer en la cuenta de que a veces hay que innovar para resultar imperecedero. O tal vez hacerlo igual de bien que los genios que los precedieron. Si es que se es un genio…
Y hay genios que han asustado, o por lo menos inquietado, a plena luz del día: lo logró David Lynch en la cafetería en la que situó a Naomi Watts y Laura Harring en Mullholland Drive o James Wan al mandar a Rose Byrne a sacar la basura por la mañana en Insidiuos. Y el polaco Bartosz M. Kowalski lo logra en el tramo final de Playground, tanto en un centro comercial como al aire libre, en pleno día. En un día nada pleno.
Bartosz saca a los niños del patio del colegio y los lanza al recreo de la vida, sin la red de la vigilancia de los profesores, sin unos padres que se ocupen de ellos, solo con su ética o con su falta de ella. Y a base de planos largos, desde una enorme distancia nos acerca, curiosamente, a la mayor de las pesadillas. El cineasta que crea que necesita proximidad para mostrar el horror está muy equivocado, solo precisa de talento. Si el talento está a distancia del cineasta ese es otro problema. El mayor en realidad.
Y no solamente ha conseguido Bartosz angustiarnos en la parte final de la cinta. Esa es la más evidente. Pero antes ya lo consiguió mostrando a los niños en su habitat. Algo tan normal y tan estremecedor a la vez. Lo consiguió con la música de Kristian Eidnes Andersen, una partitura desasosegante como solo el compositor de algunas bandas sonoras para Lars von Trier podía concebir. Y lo consigue con unos planos que desarman, como el de los chicos caminando por la calle en uno de los instantes más radicales de esta propuesta que ya lo es de por si y que no solo por su concepción, también por su resultado, tiene todos los visos de quedarse en la memoria del espectador para siempre.
Silvia García Jerez