EL PESO DE LA NIEVE: Convivencia en el helado infierno
El peso de la nieve es una de esas novelas que desde que comienzas a leer sabes que vas a disfrutar. Porque el sentido del buen lector, aquel al que le gusta paladear literatura construida con las palabras precisas capaces de formar las frases necesarias para componer una historia alejada de lo ordinario, entendido esto no como ciencia ficción o como algo que nunca hayamos leído sino que se esconde, con conciencia de ello, de los cánones de lo comercial, es lo que convierte a El peso de nieve en un libro a perdurar.
Su autor, Christian Guay-Poliquin, desde ya un referente en la literatura, y en concreto en la que viene de Canadá, nos sumerge con un rigor admirable y seductor, porque a cada página te atrapa más, en un relato que bien podría haber firmado Cormac McCarthy y del que el escritor norteamericano, autor de No es país para viejos, seguro que se siente orgulloso si se acerca a ella.
Aunque también podemos encontrar en El peso de la nieve rasgos de Fin, de David Monteagudo. La atmósfera, la opresión, el dinamismo de la narración y su continuo empuje a que sigamos leyendo para llegar a la conclusión remiten agradablemente a aquella estupenda obra adaptada al cine sin que la gran pantalla le hiciera justicia.
Y es que El peso de la nieve cuenta la historia de dos hombres atrapados en una casa. Uno de ellos malherido y el otro, que aunque mayor, con fuerzas todavía para poder cuidarlo. Y curarlo.
Pero las fuerzas del viejo Matthias estriban no solo en una salud de hierro que él se esfuerza en mantener a salvo del crudo invierno a base de ejercicios y de una dieta constante, calcada unos días de otros, y proporcional en todos ellos debido al cuidado de las provisiones, sino a la promesa de los altos mandos del pueblo, que le encargan la tarea a cambio de que cuando esté lista la infraestructura para poder ir a la ciudad, él se marche en el primer convoy que vaya hacia allá.
Y es que Matthias tiene allí a su mujer, esperándolo. Le prometió que volvería enseguida y lleva encerrado en esa casa desde entonces, con la nieve creciendo a su alrededor y cada vez más aislado del pueblo que tienen cerca.
Contada en presente y en primera persona, El peso de la nieve es también el de la pierna que nuestro narrador y protagonista hace de los hechos que va viviendo. Él es el sufridor extremo, al que Matthias tiene que curar y alimentar con su misma dieta, compartida para dos, no solo por humanidad sino porque es el hijo del mecánico del pueblo, mecánico a su vez él también, y el único que por lo tanto sabe efectuar los arreglos necesarios para que se pongan en marcha los vehículos que consigan adaptar al inhóspito terreno. Aunque no parezca que haya muchas posibilidades de que se recupere del todo, al menos no a corto plazo. El invierno es largo, el dolor profundo y el tiempo pasa muy despacio.
Pero pese a lo que pudiera parecer al tratarse de una novela de supervivencia en un espacio tan escaso y con dos hombres a los que lo único que los une es el propósito de salir de su encierro, no es, ni mucho menos, una novela que a su vez le llegue a pesar al lector.
Guay-Poliquin crea un microcosmos que llena con el suspense de qué le ocurrirá a los personajes, de los entresijos que tienen lugar en el pueblo, de los cuales dan buena cuenta las visitas que reciben para colmarlos de víveres, o de qué sucederá exactamente tras los muros de la casa, dados los extraños ruidos que se oyen por las noches…
Descripciones que nos dejan sin aliento en capítulos cortos que no nos dan respiro, diálogos tensos y brillantes que nos demuestran que Christian Guay-Poliquin no solo trabaja con maestría las atmósferas.
Diálogos, eso sí, no diferenciados con guiones sobre el papel, algo que resulta especialmente estimulante al incluirlos de pleno en la narración que aborda.
El peso de la nieve es una mejores novelas del año. Escrita para triunfar, lo logra con la máxima nota. Página a página nos damos cuenta de que estamos ante un clásico, que como tal nace y como tal permanecerá.
Muchos la compararán con Misery, de Stephen King, pero hay sitio en la Historia para dos encierros y aunque los motivos sean distintos también hay sitio en las librerías para dos clásicos opresivos.
Claro que, ante la apabullante fama de King parece que nadie más puede ocupar su espectro y lo cierto es que Christian Guay-Poliquin es una firma que habla con altavoz en cualquier tienda. Reclama, y con razón, su espacio, ese que les niega a sus personajes pero que él se gana gracias a su talento.
Porque lo cierto es que pocas novelas nos vamos a encontrar con tanto nivel en el mercado. Descubrir a Christian supone un diamante de un valor extraordinario que habrá que saber cuidar como se merece, ni más ni menos que como él lo ha hecho con su relato y con unos personajes a los que ha tratado con infinito mimo, por mucho que los haya apaleado en la ficción.
Cuando uno acaba la lectura de El peso de la nieve siente que no es un libro más que guardar en la estantería. Es un título a tener localizado porque merece los laureles de aquellos de los que no olvidamos en qué sitio lo hemos colocado, básicamente porque se han ganado el correspondiente en nuestra memoria.
Silvia García Jerez