MOBY DICK: La caza de la ballena
Cuando supe que Moby Dick, la famosa novela de Herman Melville, llevada al cine con tal majestuosidad por parte de John Huston, en la más famosa de sus adaptaciones, con un Gregory Peck tan fantástico como el Capitán Ahab que hace tiempo que esa película es un clásico del cine de aventuras, cuando me enteré, como decía, de que Moby Dick iba a ser estrenada como obra de teatro en La Latina, se mezclaron en mí dos sentimientos.
Por un lado, la euforia ante una obra tan apetecible como esa, con José María Pou como protagonista, un personaje que encaja en su figura solo con plantear la idea pero que una vez vista su caracterización en el cartel solo puede confirmarse la grandeza de su elección.
Por otro, el miedo, manifestado a modo de recelo para quienes no hemos visto la versión musical estrenada en el West End de Broadway, de que una historia semejante no fuese a ser viable llevarla a un escenario y mucho menos de manera creíble y absorbente, capaz de transportarte como espectador a ese viaje suicida que Ahab emprende para vengarse de la ballena que en su anterior confrontación lo dejó tullido y enfermo de ira.
Y todo eso se esfumó en cuanto el telón se levantó, algo que ya rara vez ocurre porque actualmente el telón se presenta ya subido o simplemente eliminado. El espectador se sienta a esperar el inicio con el escenario delante.
En el caso de Moby Dick, éste sigue siendo un misterio hasta que la megafonía anuncia que la función va a comenzar. Les recordamos que no está permitida la grabación ni la fotografía de ningún momento de la representación. Les rogamos que apaguen sus teléfonos móviles. Y no lo dicen, pero muchos espectadores también ruegan internamente que quienes los tengan abran los caramelos lo más rápido posible…
El misterio se desvela solo entonces, cuando las luces se apagan y embarcamos. Los ojos, a partir de ese momento, no dan crédito a lo que ven, un escenario portentoso en el que el barco de Ahab y su tripulación son recreados de la mejor manera posible sobre las tablas. El temor se disipa, la escenografía sobrecoge y nos encontramos, con enorme facilidad, siendo parte de la aventura.
Es asombroso cómo Moby Dick consigue el propósito de que navegues con Ahab hacia su destino. La proa del ballenero, recreada con precisión, completa su escenario con una pantalla en la que el mar acude a su relleno.
También la tripulación, proyectada a modo de siluetas de los hombres que la componen y que nos hacen ver que los tres actores sobre las tablas están, en realidad, rodeados de marineros que los ayudarán a las órdenes del capitán es, en dicha pantalla, una gran solución escénica.
Los cabos, los obenques y flechastes… la proa está recreada con la minuciosidad que requiere hacerle justicia a este clásico. Y es emocionante que la iluminación le dé el carácter de barco vivo, que surca mares y océanos, aportando una nueva dimensión al logro escénico que ya es de por sí.
En ella, José Maria Pou, imponente Ahab a la altura de aquel mítico Gregory Peck en la cinta de Huston, nos va relatando su gesta. Sus miedos, su dolor, su odio, su empecinamiento por llegar hasta la ballena, por que su tripulación no intente convencerlo de lo contrario, aún sabiendo que tras la meta lograda puede que no haya otra. No importa. La vida de Ahab ya es esa, la ballena forma parte de él y su destino está con ella, quien no entienda eso es que no ha entendido nada.
Starbuck y Pip, dos personajes míticos también en esta historia, viajan en el Pequod interpretados por Jacob Torres y Oscar Kapoya respectivamente. También se transmutan en otros personajes, pero fundamentalmente son ellos, quienes funcionan incluso como narradores.
Oscar Kapoya clava, nunca mejor dicho, a Pip, el arponero, y el celebérrimo Ismael que contaba la película en el flash-back que suponía el alma de la cinta, tras su presentación al público, o Starbuck, personaje fundamental en el relato, son dos de las figuras que Jacob hace suyas.
El texto, adaptado por Juan Cavestany, un especialista en el género de la comedia que no en vano ha triunfado recientemente con la serie de Movistar + Vergüenza, en sus dos temporadas, y que actualmente está recibiendo elogios por otra, Vota Juan, que puede verse en TNT, da un giro considerable a lo que nos tiene acostumbrados para ocuparse de las sombras, más que luces, de un personaje que no era oscuro pero que un cachalote albino de 24 metros de longitud y 60 toneladas de peso convirtió en lo que ahora es y en lo que nosotros conocemos.
La novela, de 700 páginas, no era un material sencillo con el que trabajar. Cavestany comenzó a resumirla en 2015, para que nos hagamos una idea de la envergadura del proyecto. Entre medias, como he contado, ha habido otros, cierto es, pero tener una obra así en mente y en desarrollo no debe procurar pocos quebraderos de cabeza a quien se propone hacer de ella un libreto que se pudiera producir.
Tengamos también en cuenta que el Moby Dick original, el de Melville, no fue un éxito en su momento. Su extensión, su complejidad, su profusión de datos y descripciones no lo hicieron un título comercial. De hecho, fracasó.
Inspirada en vivencias del propio autor como marinero, la primera edición no fue ningún éxito de ventas. Como tantas otras veces en que una obra no ha tenido repercusión para más adelante convertirse en un clásico, Moby Dick es uno de los grandes paradigmas de estos cambios del destino.
De este modo, también la adaptación de Cavestany se vuelve intensa en ciertos tramos, en monólogos que nos introducen en el dolor del personaje que lo sufre y la fascinación da paso a la reflexión sobrepasando con ella la espectacularidad que la envuelve.
Y llegamos al final y el público no puede sino rendirse a lo visto, admirar a un genio como José María Pou, capaz de hacer suyo el personaje, de desaparecer en el peligro y las obsesiones de Ahab y, por lo tanto, de volverse inmortal en el recuerdo de un Moby Dick pletórico en un escenario madrileño, el del teatro La Latina, que brilla cada vez que un capitán tullido da caza a la más temible de las ballenas.
Silvia García Jerez