LA JUVENTUD de Sorrentino
QUEDAN LAS EMOCIONES
Paolo Sorrentino es de esos directores que han conseguido el reconocimiento, tan solo mencionando su apellido, después de una gran película.
Perteneciendo ya a la liga de los premiados por Il Divo y Un lugar donde quedarse, con La gran belleza se hizo grande, conquistando a propios y extraños al ganar el Oscar a mejor película de habla no inglesa.
El cine de Sorrentino es de esos que apabullan desde la primera secuencia y magnetizan de por vida; sugiriendo un nuevo visionado en cuanto comienzan los créditos y se respira un poco. Porque Sorrentino es desafiante, barroco, histriónico, elegante y hasta chulesco. Hiperrealista y surrealista; hacedor de un nuevo neorrealismo, signo de estos tiempos. A la par que pretencioso, sobrecargado y hasta grotesco; coleccionista de bonitas estampas con reflexiones autocomplacientes.
Y es en el límite del exceso, dominando el montaje con un prodigioso ritmo narrativo, donde se encuentra la esencia de Sorrentino; ese cineasta que se atreve a emular a Fellini y bromea con el fantasma, dejándose acompañar por sus mujeres.
Lo dicho, muy grande.
Sorrentino, con un certero ojo para el reparto y la música, es de esos directores que generan igualmente aplausos y abucheos, como ocurrió en el estreno de La Juventud, el pasado Cannes. Que si bien ha ganado varios Premios del Cine Europeo (dirección, film y actor), apenas la canción tiene nominación este año en Hollywood.
Será que los intelectuales no tienen gusto, como bien dice el personaje principal.
Porque su belleza duele y sus divagaciones retuercen las entrañas. Y los sesos.
Por esa pomposidad personal y profunda grandilocuencia; en lo visual y en la retórica. Con sus panorámicas cargadas de sensaciones, esos encuadres casi fijos y coreografiados que abruman y los zoom a primeros planos que emocionan; exigiendo esa segunda vez. Por repetir el placer, para confirmar la incomodidad.
Porque la soledad y la vanidad pesan en su filmografía cual reflejo que escuece, aunque quien lo cuente sea un músico deprimido, un político déspota o unos viejos ricos en un spa suizo.
Y ahí, entre cordilleras que ven el tiempo pasar, nos encontramos a Fred, Michael Caine, un compositor retirado que rechaza un encargo Real por motivos personales y Mick, Harvey Keitel, un director de cine venido a menos con un último proyecto por realizar, su película más personal. Y tras años de amistad contándose sólo las cosas buenas, se reúnen una vez más en el hotel donde Thomas Mann escribió La montaña mágica, para conversar sobre la juventud y la próstata.
Inmensos ambos en sus charlas y silencios -habituales en Sorrentino- mientras observan al resto de los huéspedes, entre los que encontramos a un actor muy muy del método -magnífico como siempre, Paul Dano, en un personaje callado, más relevante de lo previsible-, una inteligente Miss Mundo y un Maradona con el oxigeno a cuestas, en uno de los parajes más puros de los Alpes… Lo dicho, Sorrentino es grande.
Fascinan todos y cada uno de los habitantes que aparecen en el particular microcosmos del relax (el niño zurdo violinista, el matrimonio mudo, el secretario de protocolo fumador, el perseverante monje…), articulando los resortes de fama, ego, amor y perdón de los protagonistas, entre delirios y palabrería; entre nostalgia y carpe diem.
Pero son los jóvenes en La Juventud, quienes tambalean las meditaciones y no sólo de los ancianos retirados, desmontando miedos y especulaciones entre la sencillez y la frivolidad; como el brillante envoltorio de un caramelo y su chasquido al abrirlo.
Entre la apatía de uno y el vitalismo del otro, la ironía de uno y el sentimentalismo del otro; quedan sólo las emociones. Y una lúcida decisión final que realmente vale la pena. Y la vida.
Parece que todo gira en torno a ellos, pero son las mujeres del filme, quienes materializan esas emociones. La amargura de la musa del realizador en un genial cuasi cameo de Jane Fonda, la ilusión de Rachel Weisz -que parece escapada del balneario de Langosta-, colgada, literalmente, de su amante escalador, y la candidez de la joven masajista, fan del dance de la Wii, que nunca habla porque no tiene nada que contar y todo lo dice con sus manos que además, dan placer y mejor que todas las palabras… Porque deberíamos tocarnos más y hablar menos.
Porque al final, sólo queda el deseo.
Ni los recuerdos -de belleza o juventud-, ni los abucheos, ni los aplausos.
Y todo es más sencillo, como una simple canción.
Resultan hipnóticas las rutinas del spa con esas imágenes de cuerpos fragmentados por la edad y el agua. Como irresistibles, los números musicales que tan bien sabe rodar el italiano; ya sean burlescos videoclips, las actuaciones nocturnas de este hotel alpino con su tarima circular o la maravilla del directo de D. Byrne en This must be the place.
Si se espera otra grande bellezza, lo es como también sarcástica, pero La juventud es más comedida, tierna y sentimental. Formando un díptico, si se quiere, que encarna -y nunca mejor dicho- la secuencia que da lugar al cartel promocional, con ese cuerpazo lozano frente a los intelectuales ancianos, a lo Susana y los viejos, que nos remite al instante del placer; porque cuando se ven las cosas a lo lejos (aún estando cerca), sólo nos quedan las sobrevaloradas emociones.
Desconcertantes y bellas como las películas de Sorrentino.
Y quédense a los créditos… Luego respiren. Desearán verla de nuevo.