GÉNESIS: Bofetadas de realidad
No sé si aprecio más que se estrene una película como Génesis o que se haya rodado. Porque una vez que está hecha es fácil que un distribuidor sensato, con buen gusto, aunque valiente, que las dos primeras circunstancias no eliminan esta última, se decida a tenerla en su catálogo. En realidad es lo lógico si pretendes que tu distribuidora siga teniendo prestigio, pero lo complicado en esta ecuación es hacer una película así, rebosante de realidad y nada complaciente con la juventud que retrata.
El cine norteamericano nos ha edulcorado el amor hasta el infinito y nos lo ha presentado como algo precioso incapaz de mostrar su cara más amarga. Aunque tal vez Damien Chazelle no esté muy de acuerdo con semejante afirmación, puesto que todo su cine se ha basado siempre en la imposibilidad del amor para llevar a cabo tus objetivos en la vida. Si La La Land hubiera acabado de otra manera posiblemente no habríamos vivido una noche de los Oscar tan esperpéntica como la que le dio el triunfo a Moonlight.
Solo el cine independiente, ese que todos dicen admirar pero que pocos ven, nos ha enseñado, de la mano de directores como Larry Clark, en la extraordinaria Kids, que no solo el amor duele, también te puede estropear la vida y dejarte hecho migajas si no tienes cuidado y vas bien vacunado contra los elementos que contiene, ya sea por una enfermedad vírica o por otra secuela de igual fatal calado a nivel psicológico, que no solo los bichos te matan, también el dolor puede anularte como persona y convertirte en alguien que ni tú reconozcas.
Pero sobre todo ha sido el cine de fuera de la gran industria que más se admira y más recauda el que nos ha dicho que el amor es otra cosa. Que está muy bien pero que si no lo idealizamos, estará mejor. O al menos, que mejor nos irá.
El cine europeo ha señalado los perjuicios de este sentimiento como ningún otro. De la mano de Lars von Trier o Michael Haneke hemos descubierto que si el amor tiene algo de bonito es básicamente la concepción que tenemos de él. Fuera de esa idea preconcebida, poco espacio le queda a la bienaventuranza que nos enseñaron que tendría.
Cine europeo incluyendo el británico, que aunque parezca norteamericano es tan nuestro, tan del continente, como el español, y es la británica una industria que cuenta con film como Love Actually, en el que un niño le relata sus problemas sentimentales a un adulto, Daniel (Liam Neeson), dándole a su personaje lecciones acerca de que el amor duele, como si un niño no pudiera darse cuenta de eso solo porque los mayores creamos que no están preparados. Incluso en ese momento icónico del cine, escrito por el genio de Richard Curtis, el público lo verá como algo tierno, no lo terrible que el pequeño nos quiere hacer ver que es.
Y ahora es el cine canadiense el que nos dice que el amor es tan frágil que cualquier cosa lo puede romper, que nunca volverás a ser el mismo si juegas con él y no te lo tomas en serio. Cine, de nuevo, de fuera de Hollywood el que nos previene de hacernos daño y nos muestra con la crueldad con la que en la vida nos arrasa, la fuerza de un sentimiento al que muchas veces subestimamos.
Génesis se titula la cinta que nos acorrala, que pone el foco en la realidad y no en el cuento de hadas, que nos dice que una relación no es una broma y que por muy joven que se sea hay que tener la cabeza sobre los hombros y no tratar de hacerse el héroe porque entonces el villano serás tú y las vas a terminar pagándolo.
Génesis cuenta tres historias, las de tres chicos que están despertando a la vida y que, al no saber enfrentarse a ella creen que son más fuertes de lo que el día a día les tiene preparado. Por un lado conoceremos a Guillaume (Théodore Pellerin), un chico que se enamora de su mejor amigo, por otro a su hermana, Charlotte (Noée Abita), a la que su novio le hace una proposición digna del cine de Lars von Trier que desencadena una tormenta en la pareja.
Y por último, seremos testigos de las complicaciones a las que se enfrentará Félix (Édouard Tremblay-Grenier) para decirle a la chica de sus sueños que lo es. Lo que él no espera es que esta parte sea más sencilla que la de dar el paso de estar juntos porque no es lo mismo desear que tener, no es igual pensar en lo que harías que realmente ponerte a hacerlo.
Génesis es una película ejemplar en muchos aspectos, pero sería una de las mejores que veremos este año en las salas comerciales de no ser porque las dos primeras están entrelazadas, forman un todo electrizante en el que sin prisa pero sin pausa queremos saber a dónde nos lleva el destino de unos personajes tan inocentes como humanos, tan osados como víctimas de sus propias imprudencias.
Pero la tercera está separada de las anteriores. De acuerdo, los niños protagonistas nada tienen que ver con los dos de las historias previas, pero la sensación de que nos están añadiendo una más para llegar a las dos horas es demasiado contundente y le resta efectividad como película compacta. Como si su director, Pilippe Lesage, también guionista, no hubiera querido prescindir de ella y se hubiera empeñado en incluirla sin mezclarla, cosa que a la película le hubiera sentado tan bien como la cocktelera anterior a la que nos somete, en lugar de que su efecto sea de un epílogo que la narrativa de la película no requería.
Con esa salvedad, no pequeña, porque de este modo le impide ser una de las grandes del año, Lesage nos regala un ensayo sobre el amor y el comportamiento a su respecto en el siglo XXI. Relaciones abiertas o monógamas, ser gay y admitirlo para que te traten como eres o asumir una reacción que no esperaste nunca que fuera a darse, nos creemos muy modernos, actuamos como si lo fuéramos, pero este film nos deja claro que el corazón siempre, desde los tiempos de Jane Austen, se mueve en los mismos parámetros y necesita las mismas cosas: reciprocidad y estabilidad.
Si empezamos a distraer lo que el corazón siente con lo que mandan las hormonas, mal vamos. El amor abierto nunca fue una buena idea. Da lugar a malos entendidos, a perspicacias y a sinsabores cuando antes de proponerlo estaba todo bien. No toques aquello que funciona, es una regla básica en la vida. Para todo, para el amor también.
Una de las secuencias más desgarradoras de la película es aquella en la que vemos a Charlotte borracha en una fiesta y se permite el lujo de dejar que el alcohol actúe por ella. Nada bueno puede salir de eso, no seamos tan incautos. Y de hecho, por supuesto que no lo hace.
De esa acción surge una reacción brutal, bestial, que nos noquea y nos aniquila, que nos deja pasmados como espectadores y nos plantea que poco pasa para lo que nuestro comportamiento en las fiestas desata. Cuando nos dicen que el alcohol no es bueno no es para fastidiarnos ni para que no te diviertas, sino para que tu raciocinio no se vaya en cada trago que das.
Hay que alabar, no podemos dejar de hacerlo, a la gran actriz que da vida a esa chica perdida, a esa jovencita que cree controlarlo todo pero que ni la dirección de la bici es capaz de mantener sin corregirla. Noée Abita es un descubrimiento. Ya la habíamos visto en El gran baño interpretando a Lola, pero es aquí donde se va a revelar para que todos la tengamos en cuenta y no la perdamos de vista.
Su presencia es magnética y su talento queda demostrado en cada plano, en cada bofetada que le da la vida, en cada humillación que sufre, en cada mentira que se ve obligada a contar. Charlotte es un personaje precioso, una chica que aprende a golpes a saber lo que quiere pero que ya será otra cuando lo tenga claro.
También la historia de Guillaume es arrolladora, un joven que es un volcán de bondad que se ahoga en su propia necesidad de supervivencia, que no entiende por qué, intentando hacer las cosas bien, le sale todo de otra manera. Un chico que, como los demás de la película, se está descubriendo a sí mismo y al mundo que lo rodea, del que piensa que todo es mejor de lo que realmente es. Abrir los ojos, no solo el corazón, también tiene sus efectos secundarios.
Genesis es una película cuyo visionado se disfruta enormemente, un film hecho desde las tripas pero dirigido a la parte más sensible de todos nosotros, a esa con la que nos enternecemos, con la que sufrimos y con la que nos quedamos asombrados cuando constatamos, de nuevo, aunque desde la comodidad de nuestra butaca, que el mundo no está ahí para arroparnos, que si puede nos va a destruir, porque, y como animales que somos, otros harán presa de nosotros cuando seamos más vulnerables. Y la ley de la jungla impera también en la ciudad. Como metáfora, pero no deja de tener efectividad.
Silvia García Jerez