CHRISTOPHER ROBIN: Recuperar la infancia

Christopher Robin es una película extraña. Extraña no significa mala, pero sí hay que matizar que en este caso indica que no es lo que se espera de ella pero que quitándole reproches que responden a que su público no debería ser infantil sino adulto, la cinta está muy por encima de la media de lo que Hollywood nos ofrece últimamente.
Pongámonos en situación: Christopher Robin es el niño que acompaña a Winnie de Pooh, Tiger, Piglet y el resto de sus animales de peluche en los cuentos creados por el padre de Christopher, Alan Alexander Milne, compañeros a los que el pequeño tendrá que despedir porque se dispone a empezar una vida lejos de la de un niño a la que todavía le está permitido jugar.
Los estudios lo llaman y, junto a ellos, la seriedad que viene asociada con la pérdida de la inocencia. Hay que pasar página, nunca mejor dicho, pero ahora no la de un cuento sino la de una novela… tal vez negra.
Ahora, Christopher Robin es un hombre de negocios, entregado a su empresa. Tanto, que no tiene tiempo que dedicarle a su mujer (Hayley Atwell) ni a su hija (Bronte Carmichae), que se ven relegadas a un segundo plano en los fabulosos planes de un fin de semana en el campo que Christopher ha de suspender por un encargo de última hora de la empresa de maletas en la que trabaja.
Pero entonces, solo y agobiado, Christopher recibe la visita de Winnie, que ha logrado llegar hasta él por medio de una puerta espacio temporal situada en un árbol. Y la alegría de nuestro protagonista será enorme. Después de superar la incredulidad de lo que está viendo, claro.
Pero cuando se convence de que Winnie está allí se da cuenta de que su vida no tiene por qué ser tan gris, monótona y asfixiante y hace lo posible por recuperar lo que una vez, hace mucho tiempo, tuvo y perdió.

Christopher Robin y Winnie the Pooh
Christopher Robin (Ewan McGregor) y Winnie the Pooh

Así contada, Christopher Robin parece una película de Disney. Pero el resultado debería situarla más cerca de las filas de producciones de Fox, casi al nivel de las animaciones stop-motion de Wes Anderson. De este modo no habría que explicar que se trata de una gran película, mejor que muchas de Wes Anderson, pero entenderíamos con rapidez a qué público está más orientada.
Porque la animación de Christopher Robin es sencillamente sensacional. La incrustación de los personajes de peluche que el niño, y luego el adulto, tiene como amigos, es asombrosa. No son juguetes, son personajes de verdad. Los efectos visuales de la película logran una perfección sublime. Ya sabemos que Hollywood recrea el espacio sin problemas, pero que un peluche tenga vida, que hable y que Ewan McGregor lo abrace y todo parezca normal… no estamos acostumbrados a que no se note el truco. Y no se nota.
El problema es el tono gris con el que está contada la historia. Tanto a la hora de apreciar los colores, que son ocres desde ese comienzo a lo Alicia en el país de las Maravillas, alrededor de una mesa en la que Christopher se va a despedir de todos, como en las personalidades y continuos estados de ánimo de los peluches amigos, siempre con la catástrofe como horizonte y el pesimismo como bandera.
Pero también en las acciones que acomenten: a Winnie le salen las cosas mal y él mismo se fustiga. No hay positivismo en esos personajes supuestamente destinados, como mandan los cuentos y las películas infantiles, a que los niños se diviertan. Y más de uno puede acabar aburrido o peor: tan deprimido como los muñecos que ven.

Dibujos de Christopher Robin
Dibujos de Christopher Robin y sus amigos

Por eso, en manos de otro sello, con un público adulto como destinatario, Christopher Robin sería la película perfecta. Porque en muchos aspectos es una película perfecta. Es asombrosa, es un prodigio de dirección, de ritmo, como ya he dicho, es una locura cómo está hecha, no podemos dejar de admirar ese aspecto. Imposible apartar los ojos de la pantalla, deseando conocer el siguiente paso de la historia. Eso no es muy común en un cine en el que últimamente dan más ganas de desconectar que de averiguar el desenlace.
Y es que el director no es otro que Marc Forster, responsable de dos de las joyas del cine norteamericano más reciente. En concreto, de este siglo: Monster´s Ball y Descubriendo Nunca Jamás, la cual también tenía conexiones literarias al acercarnos al tiempo en que J. M. Barrie se inspiró para escribir Peter Pan.
Quienes hayan visto ambas películas sabrán que hablamos de gran cine pero confeccionado con elementos muy amargos. Ninguna de las dos era precisamente una comedia y el resultado de ambas, innegablemente sobresaliente, dejaba al espectador con el alma encogida.
Christopher Robin camina por sendas similares. Su oscuridad es inesperada, sobre todo por aquellos espectadores que no sepan que la vida real de Christopher Robin fue terrible. Pero Disney, experto mientras vivió en edulcorar todos los cuentos que llevaba a la pantalla, circunstancia esta, además de su talento y de su dotes como jefe severo, que lo llevaron a la gloria de la industria, podría haber prevalecido en esta historia dentro de la empresa que sigue en activo y haber iluminado algo más la que ahora estrena.
Aún así, Christopher Robin es un ejemplo. De cómo hacer cine, de cómo hacerlo bien, de cómo fundir la realidad con la fantasía sin estropear el resultado y de cómo mantener vivo al niño que todos llevamos dentro.

Silvia García Jerez

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