THE BRUTALIST: Delirios de grandeza

The Brutalist fue el mirlo blanco del pasado festival de Venecia. Cuando la crítica la vio era como si nunca antes se hubiera rodado una película monumental, de tres horas y media de duración como poco, con intermedio… a la antigua usanza de las grandes superproducciones de ese Hollywood dorado que nos dio Lo que el viento se llevó, Érase una vez en América y, ¿por qué no? Braveheart, la última gran hazaña de la industria norteamericana con quince minutos de descanso porque había que cambiar los platos para poder continuar con la proyección. Aún no había llegado el sistema digital al mundo.

The Brutalist tiene, en su estructura, más elementos del cine clásico grandilocuente. Una obertura, una primera parte, el intermedio con una cuenta atrás a la hora y cuarenta de metraje, su consiguiente segunda parte y su epílogo. La última película que vimos con obertura fue Bailar en la oscuridad, y contaba con una obertura de verdad, y en la oscuridad. Ocho minutos inquietantes, tanto como el infierno por el que pasa la protagonista, para sumergirte en la situación, su situación, de la que vas a ser testigo. Ocho minutos en la oscuridad escuchando la banda sonora correspondiente. Una gozada. Lars Von Trier sí sabía hacer bien las cosas.

The Brutalist, en su argumento, nos cuenta la historia de un emigrante, László Toth (Adrien Brody), un arquitecto húngaro que huye a Estados Unidos en 1947 para intentar trabajar allí. Como arquitecto o como albañil. Lo que salga. Afortunadamente aparece un proyecto de su profesión y se entrega a él, pero no sale como esperaba porque el excéntrico millonario detrás de él no está conforme con el resultado. Pero Harrison (Guy Pearce), que así se llama el adinerado abogado vuelve a cruzarse en su vida en otro momento muy oportuno para pedirle disculpas por aquello y ofrecerle algo mucho más grande que lo que hiciera entonces. Y es ahí cuando László entabla la auténtica relación de amistad que los va a acabar uniendo.

Por otro lado, ya de cara a la segunda parte de la película, László está esperando a ver si puede traer a Estados Unidos a su esposa, Erzsébeth (Felicity Jones), una mujer que se quedó en Europa, separada a la fuerza de László, y deseosa, igual que él, de volver a verlo. Las cosas, gracias a su amistad con el abogado millonario, son posibles y ella puede viajar a iniciar una nueva vida. O mejor, a continuar junto a él la que dejó atrás. Y ambas partes van a formar un todo complementario en el que vida personal y profesional van a unirse.

László Toth (Adrien Brody) al comienzo de la segunda parte del film THE BRUTALIST
László Toth (Adrien Brody) al comienzo de la segunda parte del film

La épica de The Brutalist está servida. El nuevo mundo en la ciudad de las oportunidades en la era post II Guerra Mundial. Un emigrante europeo en busca del sueño americano. Pero lo que consigue Brady Corbet, director y coguionista, junto a Mona Fastvold, con The Brutalist es darnos sueño a nosotros, los espectadores.

Desde los primeros pases en Venecia The Brutalist se vio como una revelación, como la mejor película del año, como cine monumental. Acaba de ganar el Globo de Oro a la mejor película dramática, al mejor director y al mejor actor protagonista para Adrien Brody. Como para no apoyarla. Pero si no es tan excelsa como parecía que sería, si no estamos de acuerdo con tan enormes elogios, también se puede decir.

Y es que The Brutalist quiere ser mejor de lo que es. Es una aspiración que no logra conseguir. Ni está bien contada a nivel de guión ni está bien dirigida. Ni un ápice de emoción recorre el metraje, nada que nos mantenga pegados a la pantalla más allá de su buen hacer técnico -la fotografía es espléndida y la banda sonora, estupenda- y artístico -los actores cumplen muy bien, sobre todo Felicity Jones, pero para saberlo hay que ver también la segunda parte, cosa que parece que los votantes no están haciendo en sus casas porque Jones no está apareciendo en candidaturas ni en premios-.

Pero The Brutalist no tiene puntos álgidos. Su narración, emocionalmente hablando, es plana. Simplemente nos cuenta qué ocurre en la historia pero nada nos conmueve en ella. Asistimos al recorrido de las vivencias de Lázsló sin más, como quien va en un coche viendo el paisaje. Son los actores los que aportan algo de sentimentalismo a cuanto vemos, gracias a sus luchas personales por conseguir lo que se proponen. Y sus arcos dramáticos, eso sí, son bastante acertados a pesar de un giro final que no lo es tanto.

Da la impresión de que The Brutalist pretende emular, en proyecto y en resultados, a esas grandes películas que citábamos al comienzo, pero no lo consigue. Ni el guión es tan bueno como para justificar la larga duración de la película ni la dirección tan acertada como para hacernos olvidar que todo cuando cuenta podría hacerlo en mucho menos tiempo. Y con menor pomposidad, sin ser tan pedante. La épica no la da la duración sino el talento narrativo y visual.

Es una lástima que una película tan grande, a priori, no lo sea tanto cuando la vemos. Tiene todos los elementos para serlo, incluyendo la crítica al racismo que campa, campó y campará a sus anchas por Norteamérica. Siempre fue así y no hay visos de que vaya a cambiar, pero aún en su denuncia de esta eterna situación The Brutalist sigue sin ser lo redonda que podría y que querríamos que fuera.

Por eso los delirios de grandeza de nuestro título. No los de László persiguiendo sus sueños sino los de Brady Corbet tras la cámara. No estamos ante un film de Sergio Leone, ni de alguien enorme que sabía utilizar los contrapicados como era Orson Welles, ni ante un Martin Scorsese que nos sepa introducir en ese ambiente mafioso que nos presentan las construcciones aquí presentes. The Brutalist no se mueve en esas categorías, no justifica sus planificaciones ni sus preciosos planos con un contexto que les dé la fuerza que requieren. Ese momento de Adrien Brody frente a las chispas en contrapicado, que ya se ha hecho una imagen icónica del film, no cuenta con un peso narrativo detrás, una situación que nos indique dónde está y por qué se acerca de esa manera al objetivo. En un plano muy bonito sin una justificación clara. Y como ese, otros tantos. Al film le sobran escenarios, tramas, diálogos. Una revisión en montaje habría sido muy acertada.

Tal vez sea la película que gane el Oscar. Tal vez no. Tres Globos de Oro tan contundentes habrían significado un triunfo claro en los Oscar en décadas pasadas. Hoy, con una Academia tan diversa y con tanto voto internacional puede pasar algo muy diferente. Lo cierto es que este año no hay una favorita clara y unas cuantas se sitúan en el pelotón de destacadas. The Brutalist está entre ellas. Gane o pierda, ahora es el turno del espectador para posicionarse acerca de ella. Si saca las casi cuatro horas que dura para verla.

Silvia García Jerez

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