SILENT NIGHT: Las últimas navidades
Silent night es un villancico, uno de los más conocidos, de hecho. Compuesto por Franz Xaver Gruber y Joseph Mohr, tiene su origen en Austria y luego versiones en otros idiomas, como el inglés o el español, donde lo conocemos como Noche de Paz. También es la ópera prima de Camille Griffin, madre de Roman Griffin Davis, más conocido, o conocido en realidad, como Jojo Rabbit, y protagonista, de paso, de la película con la que su progenitora se lanza al largometraje después de haber dirigido siete cortos.
En Silent Night nos cuenta la historia de un mundo apocalíptico, en el que al igual que en No mires arriba, se acerca el fin, pero más rápido que en aquella. Solo tienen una noche hasta que el veneno que llega por el aire mate a la población de manera especialmente dolorosa. Con tal motivo, Neill (Keira Knightley) y Simon (Matthew Goode), padres de Art (Roman Griffin Davis) y de los gemelos Hardy (Hardy Griffin Davis) y Thomas (Gilby Griffin Davis), reúnen en su casa de campo a su gente más cercana para celebrar la Navidad con la naturalidad que requiere no afrontar las cosas.
El único que parece hacerlo es Art, que no entiende nada. Y menos la medida estrella que el gobierno ha lanzado para pasar el tránsito de lo inevitable de la mejor manera posible. Una medida que, por sus características, Art considera injusta y elitista, y no está dispuesto a compartirla ni a llevarla a la práctica por mucho que su padre se empeñe en demostrarle que es algo inherente a ser un ciudadano británico con los papeles en regla. Art cree que hay que ayudar a todo el mundo, que no está la situación como para discriminar a nadie.
Así las cosas, entre unos, con la pretensión de que todo siga como debería y otros, ausentes de esa falsa felicidad, el fin se acerca y hay que asumirlo. Y actuar en consecuencia.
Silent Night fue una de las películas que mejores reacciones cosechó en el pasado festival de Sitges. Entiendo que su aura apocalíptica llame la atención, pero es que no tiene nada más, por lo que me resulta complicado entender qué llamó la atención de quienes la aclamaron tanto.
Se trata de una película tediosa, lenta, aburrida, llena de personajes detestables con los que es imposible empatizar. Antipáticos incluso. Con esa careta de falsedad continua por la que solo asoma el egoísmo. No es de extrañar que Art no comulgue con ellos.
La película pretende transmitir una atmósfera que mezcle la alegría con la tensión del final de la humanidad, pero solo consigue llevarnos de la mano a través de un viaje incómodo que sabemos en qué acabará y en cuyo desarrollo hay giros de tan poco interés y tan mal conducidos por la narración que en lugar de espeluznarnos solo logran darnos igual. Y que miremos el reloj a la espera de que todo concluya.
La cena, los regalos, los juegos, todo se desarrolla en un ambiente insano que incomoda, pero no en el sentido absorbente del término, como sí conseguía La invitación, de Karyn Kusama, sino en el contrario, el de tedio absoluto y rechazo a partes iguales. Entendemos que los personajes son unos consentidos sociales, que miran a la gente por encima del hombro, incluso entre ellos mismos, que se sienten superiores por su clase y por su belleza. Toda la crítica a la superficialidad está aquí. Pero más allá de darnos cuenta de eso, la película no nos importa porque la historia no tiene fuerza, se queda en esa superficie que tanto critica.
A ello se le suma la posibilidad de que los negacionistas se sientan justificados. Esa también es una conclusión que muchos han sacado de la película. Más allá de que sea indispensable saber distinguir la realidad de la ficción, es cierto que puede ocurrir, pero quien vea la película siendo negacionista no va a cambiar de opinión por ella y el que no lo sea, no lo es. La situación que se plantea puede ser, si queremos ajustarnos mucho al hoy, extrapolable a lo que estamos viviendo con la pandemia, pero lo suyo es centrarse en que estamos viendo una película y en que no es más que eso. No se trata de un documental.
Silent Night hubiera sido espléndida contada en un corto. Cuando uno indaga en la filmografía de su directora y descubre que es lo que ha venido haciendo en los últimos años te das cuenta de que éste debería haber continuado esa senda. No todos los cortos pueden convertirse en largos, caso de Madre, de Rodrigo Sorogoyen, que puede unirse a esta película porque el planteamiento acaba siendo mejor que el resultado en ambas.
Un reparto llamativo llena esta fiesta navideña y nos recuerda que no por tener caras conocidas la película va a ser mejor. Tal vez tengamos más ganas de verla por eso: son un reclamo y a ellos acudimos. Pero luego comprobamos hasta qué punto la película decepciona. Una lástima, porque los mimbres de cine fantástico que contiene, con La niebla, de Frank Darabont, como referente lejano, podrían haber hecho de ella otro en el presente. Pero no es el caso.
Silvia García Jerez