EL SACRIFICIO DE UN CIERVO SAGRADO
El destino de la sangre y el pago de la culpa
Yorgos Lanthimos es griego y le va la tragedia. Le viene de antaño y lo lleva en la sangre que tanto pesa en su cine, entre la antropología más brutal y el psicoanálisis más perturbador.
Sus fábulas modernas son todo un tratamiento de choque desde una distante teatralidad que el director nos fuerza a somatizar en planos desconcertantes, jugando al absurdo y con un humor de difícil trago, revolviéndonos las tripas y la cabeza para llegar siempre a una catarsis final. Lo dicho, tragedia pura.
Su simbolismo es tan personal como universales los mitos y tabúes que deforma para nuestro propio reflejo. Y tal como ocurría en los antiguos, la familia es origen y fin.
Omnipresente también en la mirada de Lanthimos junto a continuas metáforas que desprende ante esos personajes suyos, que se enfrentan al destino arriesgando el triunfo, o el castigo.
Y es que este griego es un clásico adelantado a su tiempo.
Un narrador de dobles lecturas desde los mismos títulos, que igual se vale de un lenguaje artificioso que utiliza el cuerpo, inmóvil o inerte, para seguir contándonos sus inquietudes de manera perturbadora; con la presencia de animales -literales o no- en todos sus filmes y algún número musical de por medio.
Irrumpió hace unos años con Canino y la historia de una paternidad bestial, con un patriarca más dictador que progenitor y aquello de matar al padre, entre ladridos y dientes. Impactante.
Volvió a repetir estupor en Alps y su planteamiento de suplantación de los seres queridos, elegidos y fallecidos, para mantener cierto status quo. Delirante y fascinante.
Como su siguiente película, Langosta, un cautivador y grotesco relato donde la familia sigue contemplándose, la muerte ronda y la sustitución es por reencarnación animal, en una feroz love story que persigue la soledad a la caza y el amor es ciego por sacrificio.
Una triada que se adora o detesta por ese neo-presente angustioso y bizarro que adquiere el significado absoluto de la auténtica tragedia; irremediable y sin solución.
Y es que Lanthimos no es de término medio.
Tampoco su última cinta, El sacrifico de un ciervo sagrado.
Un relato duro de venganza sobrenatural que reuniendo todas sus obsesiones, ganó el premio a Mejor Guión en el pasado Festival de Cannes, mereciendo la Concha de Oro para la dirección que no logró. Incomprensible. Ya que la identidad de Lanthimos es ese peculiar conjunto de parlamentos en apariencia sin sentido y esa agresividad en la imagen que aún incómoda, resulta poética.
En El sacrifico de un ciervo sagrado todo es más obvio pero también más extremo; con un mayor terror dentro y fuera de la familia, algún ángel caído en duelo y humanos que se creen dioses en una particular lucha ciencia vs fe, entre el poder de la mente y el peso de la culpa.
Y para que no quede duda, el rimbombante título inspirado en el mito de Ifigenia con la soberbia, el poder y el perdón entrando en escena; toda una declaración de intenciones sobre las consecuencias de esas elecciones que condicionan el destino.
La familia y uno más
En El sacrificio de un ciervo sagrado cada secuencia esta hilada con travellings, grandes angulares y encuadres atípicos, entre una chirriante partitura que acompaña el desquicie.
Sin embargo, comienza con el plano fijo de una operación a corazón abierto y Schubert sonando.
Tras el quirófano y por los pasillos del hospital, nos encaminamos hacia esta ley de talión que Lanthimos quiere transmitir, asistiendo a una charla trivial entre el anestesista y el cirujano sobre la capacidad de profundidad de sus relojes y la durabilidad de las correas, sin que nada sea casual; como que el cuero no es lo mismo que el metal.
Ni un cardiólogo (Colin Farrell) es igual que una oftalmóloga (Nicole Kidman) aunque ambos sean médicos y formen una prole en común; con un chico entregado a la saga familiar y una preadolescente encarando estirpe, sexo y el amor entre deberes y clases de canto -y atención a sus estupendas interpretaciones, duras y complicadas-.
Pero además nos cruzaremos con otra madre (sorprendente Alicia Silverstone) y otro chaval (impresionante, Barry Keoghan), quien por el azar persigue al doctor desde una admiración turbia y como un depredador justiciero; deslizando fatalismo y enfermedad mientras conquista al inocente hijo, enamora a la hija virginal y compara su pelo en pecho con el del mismo matasanos.
Entonces una mágica venganza que ni miles de radiografías aciertan a ver, impregna el entorno que les rodea con ventanas y cristales que se vuelven asfixiantes, sugiriendo el horror venidero, con una corporeidad inusual que nos deja paralizados hasta el clímax final cuando vemos caer la sangre y se decide el trueque de una terrible ruleta rusa.
Hay quien encuentra a Kubrick, Haneke, Lynch y hasta Aronofsky en este Lanthimos, pero su filmografía humanista y psicológica, sin frenesí ni indulto, tiene marca propia. Y así acaba un sacrificio con patatas y kétchup, o insiste en las costumbres heredadas que siempre prevalecen -como comer los espaguetis de forma idéntica a la de un padre ausente-.
Que para entender los traumas y el cine sólo hay que saber elegir el punto de vista.
Y una se queda con la última mirada del film, que perpetúa el deseo de vida en una historia de muerte. Ustedes verán…
Mariló C. Calvo