LOS FABELMAN
The Fabelmans, Qué bello es hacer cine
Y más si es Spielberg quien lo hace con sus recuerdos de familia, cine y arte, realizando una película tierna, nostálgica e íntima, tan bonita de ver.
Los Fabelman son Los Spielberg. Y Sam es Steven, de niño y adolescente, reflejando sus vivencias a través de un retrato familiar con un judaísmo determinante, un padre compasivo, una madre artista, un par de hermanas cómplices y unos peculiares tíos, que conformando esa vocación y don para contar historias de tal manera, que le han convertido en el rey midas de las taquillas y de los sueños de varias generaciones, incluyendo a cineastas, y llegando a integrar su filmografía en nuestra memoria pop del último medio siglo.
Pero todo empieza cuando un chaval entra por primera vez, en una sala con pantalla grande a ver El mayor espectáculo del mundo (C.B. DeMille, 1952). El crío accede más que asustado por la oscuridad reinante, de donde también salen las pesadillas y los monstruos, aunque su madre intenta ilusionarle hablándole de trapecistas y payasos, y su padre le explica el mecanismo por el que unas fotos en movimiento originan una película.
Sin embargo, una vez dentro, ya fascinado con la sucesión de imágenes proyectadas, queda más que extasiado ante la de una locomotora a punto de chocar que cambiará su mirada para siempre.
Tal vez el recuerdo infantil pudiera no ser tal cual, pero seguro que Spielberg viviría algo parecido y así nos lo ha querido contar, homenajeando al Cine y la vida en un filme tan reflexivo como bello, lleno de detalles, descubrimientos y secretos.
Partiendo de una familia feliz, casi de anuncio, que igual escuchaba recitales de la madre al piano, que rezaba alrededor de las velas de un candelabro hebreo que, cual tarta de cumpleaños, señalaba el paso de los años mientras Sam coleccionaba las locomotoras de cada regalo, con la única intención de reproducir aquella secuencia cinematográfica que le dejó tan alucinado.
Y contando con la complicidad de una madre aventurera que toma prestada la cámara paterna sin permiso, Sam realiza su primer corto; un prodigio de secuencia que es toda una oda al proceso manual de edición y montaje, del corta y pega de unos fotogramas unidos con celo, que terminarán proyectados en una pared, o sobre sus pequeñas manos, creando la magia del cine.
Desde entonces, Sam solo vivirá para grabar cualquier situación y poder seguir girando esas bobinas hacia delante y atrás, dando movimiento a las fotos fijas y componiendo un álbum familiar en Super 8 que será revelado según avanza el metraje.
Fijándose, entonces, en lo que queda falso, o aporta verdad en cada imagen. Y mientras lo descubre, nosotros también lo aprendemos, siendo una auténtica delicia verlo; ya sea en una cinta casera con momias y esas hermanas como las mejores actrices de todos sus rodajes, o cuando en otra, va recopilando los mejores momentos de una inolvidable excursión familiar.
Involucrando a todo su entorno, de una manera consciente o inconsciente, Sam incluso presenta un wéstern para un trabajo escolar que, protagonizado por sus amigos de clase, pondrá en pie a todo el colegio.
Y vemos rodar a Sam, lo que Steven nos quiere mostrar, o le gusta recordar, utilizando ya distintos planos que alcanzan la emoción buscada y la secuencia deseada, junto a la utilización de unos personales avances técnicos, como la música de un tocadiscos para crear ambiente, y el truco de agujerear lapelícula con unos alfileres para simular los disparos, siendo uno de los momentos más espectaculares de Los Fabelman, donde se intuye al director que Spielberg llegaría a ser.
Los Fabelman funcionaría aunque no fueran Los Spielberg. Es una película bonita, tierna, humanista, didáctica, familiar y clásica -en el mejor sentido-. Y por supuesto, una gran muestra de amor al Cine.
Además, sabiendo que son las confesiones del director, rozando la veracidad, conmueve desde otro plano.
Claro que no podría ser cualquiera, quien interpretara a ese padre (Paul Dano, genial haciendo de un ingeniero cándido y noble) y a esa madre, tan musical como teatral (Michelle Williams, estupenda como de costumbre), mostrando sus miedos y admiración hacia ese hijo -Gabriel LaBelle, a quien hasta se le quiere encontrar cierta fisonomía con un Spielberg de jovencito-, Sam, que les quiere, entiende, perdona y agradece.
Para cuando el hobby es obsesión, casi adicción, el talento de Sam es imparable. Y en plena adolescencia, diferenciándose claramente en la segunda mitad de filme con un cambio de estado, de Arizona a California –un lugar sin judíos a la redonda-, más el descubrimiento y revelación de un nuevo secreto entre madre e hijo, que igualmente determinará la mudanza y el inicio del final de la familia feliz, como de anuncio. Atravesando también la rebeldía propia de edad, la despedida de una abuela -con una secuencia tan delicada como nunca vi para el fin de una vida- y la llegada de un inolvidable tío (Judd Hirsch), un peculiar hombre de circo y Hollywood que expone aquello que pocos saben contar sobre elegir entre la familia o el arte, eligiendo esa pasión, droga, egoísmo y locura (meshuga)… Y siempre hay que elegir.
Como en el instituto, donde Spielberg se regala un inicio de madurez -algo alargado y pelín reiterativo-, entre el bullying, una novia cristiana y una última película, con moraleja vital y cinéfila, donde observamos ese poder del cine que también es de manipulación, y de motivar cambios de comportamiento, pudiendo convertir un accidente en algo fascinante, ver a un gilipollas cual héroe, o descubrir en un par de amigos a un pareja de amantes, según se ponga la cámara en el horizonte y se sepa mirar, consiguiendo atrapar los detalles que se pasan por alto, esos instantes que resultan mágicos.
Llegando al final, la última lección de Los Fabelman, nada menos que con David Lynch encarnado al maestro John Ford. Y no digo más. Vendrán los créditos y todavía conservarán la sonrisa.
Y aunque no se muestren explícitamente señales de su futura filmografía, una que también aporta su mirada, ve un platillo volante en la sobra de una pared, como Sam, imaginándose Encuentros en la tercera fase, o E.T., porque ahí claramente está el director de El diablo sobre ruedas, Tiburón, El puente de los espías, La lista de Schindler, Indiana Jones…
Además, quién puede pedir algo más –Who could ask for anything more? , recuperando esa canción de Un americano en París, que tan bien entona esa madre al llegar a casa.
Contando siete nominaciones a los premios Óscar, incluyendo mejor película y director, junto a Los Fabelman es imposible no acordarse del otro homenaje al cine que trae este año con Babylon de Chazelle, que siendo más caótica y perversa, es igual de entregada al séptimo arte.
Claro que Spielberg está en otro plano.
Mariló C. Calvo