LA MEMORIA DEL AGUA: dolor en la herida

El agua no tiene memoria pero nosotros podemos recordar lo que nos hizo. Porque el líquido elemento es muy necesario pero también puede ser muy nocivo. Tanto que incluso te haga perder a un hijo. Y sobre la ausencia de ese niño fallecido gira el último trabajo de la palentina Elena Anaya, la esposa en la ficción de Benjamín Vicuña. La memoria del agua la protagoniza un matrimonio roto, aunque lo esté más por fuera que por dentro y es que la separación no lleva implícita el olvido.
El pasado se convierte en una losa y el presente no tiene fuerza para liberarse de ella. Por eso Amanda y Javier ponen punto final a una relación que ya no les trae felicidad, sino desasosiego. Y a partir de ese arranque, este drama nos conduce a través de un paisaje en el que todos los caminos llevan al mismo lugar opresivo donde falta el aire y las palabras que se encuentran nunca se quieren destinar a nombrar lo que nos destruyó.

La pareja no olvida su tragedia ni en el escenario de las fiestas
La pareja no olvida su tragedia ni en el escenario de las fiestas

Comenzar una película en un altísimo nivel de dolor es un reto. Y más cuando Matías Bize, su director y guionista, no opta por el tradicional flash-back que nos ponga en situación. En su lugar, arriesgada decisión, continúa al lado de cada miembro de la pareja, en sus presentes ausentes, y debido a ello somos testigos de su progresiva desaparición como tal.
Él, enamorado sin remedio, entregado a la nada de un amor que no le responde (más que que no le corresponde), sabedor de que el recuerdo lo ciega e invalida como la persona que fue, solo puede ahora ocuparse de lo material, tratando así de que los objetos eliminados anulen, en el proceso, a los sentimientos que no se quieren marchar. La escena en que vacía con furia los litros de leche de soja contiene una verdad que el cine, tal vez por pudor, no suele mostrar nunca.
Ella, promotora de la situación que ambos viven, de esta separación únicamente física, huye de sí misma encerrándose en su trabajo, en una vida que ha de ser pero que no es preferible, en un laberinto en el que lo último que desea es encontrar las emociones que la persiguen.

Elena Anaya y Benjamín Vicuña en un momento de la película
Elena Anaya y Benjamín Vicuña en un momento de la película

Elena Anaya es una actriz portentosa. Los personajes rotos los hace suyos sin concesiones. En la bellísima, aunque vilipendiada por su cariz homosexual, Habitación en Roma, remake por cierto, de un film del propio Bize, En la cama, su trabajo es sencillamente insuperable. También lo es el de Lejos del mar, otro título demoledor de próximo estreno en España, en el que su nivel interpretativo supera la excelencia.
Aquí, en La memoria del agua, borda otra vez a un ser destrozado, y lo consigue desde el primer plano. Su mirada traspasa la pantalla, podemos sentir en la garganta la tragedia que la asola y eso nos hace vulnerables como espectadores porque Amanda nos predispone, desde esa piscina que tan simbólicamente pretende limpiar sin conseguirlo, a una narración llena de obstáculos al optimismo. Sus momentos introspectivos, en los que la vemos llorar como debe hacerlo todo profesional de este espectáculo, sin estruendo, sin ruidos increíbles, como se llora en la vida cuando no hay cámaras grabando, son tan sublimes que hay que concluir que Elena ha nacido para interpretarlos.
Benjamín Vicuña forma un tandem excelente con la actriz española. En todo momento nos creemos su incapacidad para superar algo que no tiene ninguna intención de dejar atrás. Los dos, juntos, son el retrato de la desesperanza.
No se trata, por lo tanto, de una película más que aborde el tema de las parejas rotas por una pérdida insuperable. Es, más bien, un acercamiento insólito y necesariamente descarnado a un abismo que somos conscientes de que existe pero que no suele expresarse de este modo en términos cinematográficos.

Silvia García Jerez

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