JACKIE de Pablo Larraín
Historia, identidad y belleza
Tales conceptos regían el legado de Jacqueline Kennedy, quien a sabiendas de formar parte de la memoria universal preservó su historia dentro de la herencia estadounidense, consciente de su valor según es narrada; y qué mejor que hacerlo elegantemente, más aún, tras el escalofriante asesinato de su marido en directo el 22 de noviembre en 1963.
Estos ideales confesados al periodista que la entrevista tras el suceso, forman parte del charla que salpicada de recreaciones y recuerdos junto al presidente vivo pero siempre en un segundo plano, articulan el fastuoso debut en lengua inglesa de Pablo Larraín.
Sobre un episodio tan americano como mediatizado y sin perder la personalidad ni la poesía del director chileno, la ficción que nos presenta alejada de las maneras de biopic, perfila el retrato de aquella Primera dama sin filtros y con sombras, mostrando lo que pudieron ser aquellos días de vivencia del dolor y convivencia de duelo claustrofóbico, mientras Jackie es el foco de puertas adentro y afuera; el centro de todas las miradas, aunque todo pase por la suya. La de un mujer bajo la influencia, muy de guardar las apariencias y tan de la época, que se definía siempre como esposa y terminó transformándose en la viuda de America entre las conspiraciones del momento y la propia paranoia, purgando el peso de una imagen pública y privada.
Hace apenas unos años se celebró el 50 aniversario del tiroteo al presidente Kennedy en Dallas. Multitud de documentales se sucedieron con material de archivo inédito y tod@s fuimos conocedores de los más íntimos detalles y de algunos misterios que todavía rondan aquel día.
Pero La reina de America -así la nombraba Sinatra por entonces- que apunta Larraín y hace suya Natalie Portman, permite al espectador terminar el dibujo de Jackie; esa modelo de compostura y con posturas de maniquí, que también deambula entre cigarrillos y tragos, exhausta y desconcertada pero sin histerismos, mientras se pregunta por el calibre de la bala y advierte que el cerebro es de color carne y no gris en el Chanel rosa, copiado en los escaparates de moda, aún con su marido de cuerpo presente.
Ella sólo quería formar una buena familia, pero se casó con el único católico que llegó a ser presidente de EEUU y el primer norteamericano que nos llevó a la Luna. Durante una década de matrimonio y tres de años mandato fueron la imagen más bonita del sueño americano. Un reino casi de cuento en tiempos de líderes raciales y misiles en Cuba; cuando los medios comenzaban a tener más opinión que los hechos, convirtiendo en mito a una familia que desde el magnicidio cargó con un trágico destino y una icónica leyenda, como la de Camelot que tanto fascinaba a JFK.
Natalie Portman, impresiona, acercándonos al personaje y a la persona; a la esposa frente al espejo cuando ensaya un saludo en castellano para los votantes hispanos de aquellos ’60, o cuando se limpia la sangre de la cara aguantando la mirada, llena de lágrimas. Como la esposa del presidente, en flashbacks, emocionada ante el concierto de Paul Casals en su hogar de amplios salones. Pero también, ya de luto, con sus tacones calándose en el barro del cementerio al discutir si un funeral es una cuestión de estado, de recuerdo, o de ego. Una Jackie que dice no fumar mientras no para de echar humo, delicadamente. Sin subir el tono y censurando que su vicio se publique. Complaciente y distante, caprichosa y diligente. Casi a la vera del hermano discreto y bobón (estupendo Peter Saragaard como Robert Kennedy), tal cual ha quedado en el imaginario colectivo.
Atrapa este reflejo de Jackie -que firma con su apodo cuando los autógrafos costaban una fortuna-, creado a partir de varias biografías y testimonios de quienes la conocieron. Y fascina esa exquisita imitación del modo de hablar y de andar de aquella Primera Dama en su paseo filmado por la Casa Blanca, que cambió a la historia de la televisión -y tanto habrá gustado a los Académicos de Hollywood-.
En Jackie, la Portman está nominada a mejor actriz y el director invitado a los Oscar por partida doble, con esta producción yanki y por Neruda como film extranjero. Además, esta cinta que Spielberg quiso realizar con Aronofsky -que algo la produce-, ha conseguido otras candidaturas por su pertinente y envolvente música, y ese cuidado vestuario que ya ha sido premiado.
Y es que Jackie Kennedy ha seducido a Warhol y hasta a Waters para llevarla al cine, como también han aparecido dobles, múltiples veces, en la pequeña pantalla -la última televisiva, Katie Holmes-; pero de entre las muchas versiones de esta mujer de presidente, no se pierdan esta Jackie-Portman de Larraín. Espléndida.
El cineasta ha aprendido mucho y rápido, manteniendo la habilidad para la profundidad que ya destacó en El club. No decae en estilo ni ritmo e intuyendo a esta Jackie nada previsible -como su Neruda sin ser Neruda-, que cada cual componga la figura vista.
Cierra el retrato igualmente con destreza y casi como empieza el relato: Jackie caminando con el sol de frente. Pero con un guiño de luz que al final brilla más; sus hijos le acompañan jugando, en la escena final… Tras el consejo y consuelo que le brinda su auténtico confesor -el gran John Hurt, recientemente fallecido-, contándole que el dolor no dura siempre y cada día es una nueva oportunidad que Dios ofrece para sentirlo menos.
No sabemos si lo logró porque aunque después, quizás alivió la pena con su segundo esposo, el millonario Onassis, toda su descendencia salvo una hija, no le sobrevivió.
Y el dolor que se repite…
Jackie Kennedy de tour por la Casa Blanca (San Valentín, 1962)
Mariló C. Calvo