HISTORIAS DE MIEDO PARA CONTAR EN LA OSCURIDAD
Viendo Historias de miedo para contar en la oscuridad te das cuenta de dos cosas: de la falta que hace ese cine, entretenido, sin pretensiones pero efectivo, hecho con amor por el género y por las películas de las que bebe, desde John Carpenter y su Están vivos hasta el Joe Dante de los 80, y, la segunda cosa de la que nos damos cuenta, de que cuando por fin llega una película así de cuidada y de mimada, no tiene público potencial para disfrutarla.
Es una pena que cintas como Historias de miedo para contar en la oscuridad parezcan 30 años viejas, cuando es el público el que ya no las recibe como lo hacíamos antaño. El cine de terror, como es lógico, ha evolucionado hacia derroteros más efectistas, caso de los slasher, o psicológicos, como Midsommar, en la que la opresión de la atmósfera sustituye la angustia de la fisicidad de un asesino que atacará en cualquier momento.
Pero Historias de miedo para contar en la oscuridad vuelve al espíritu de los cuentos que se contaban alrededor de las hogueras en los campamentos de verano, a esos relatos tradicionales con que los escritores más destacados de la literatura, como Edgar Allan Poe, aterrorizaron a millones de lectores cuando por las noches en lugar de ver series se leía.
Tomando ese testigo, el de esas historias que tantos autores legaron a la humanidad, Alvin Schwartz escribió Historias de miedo para contar en la oscuridad, y Stephen Gamell las ilustró. Y sus publicaciones recorrieron la década de los 80 a la que remiten, en concreto desde 1981 a diez años después.
Guillermo del Toro, un cineasta curtido en lo clásico, produce esta película que se estrena ahora pero que podría hacerlo en Halloween, ya que está ambientada en la noche de los muertos. Al menos su presentación, la de los personajes y la de un film que luego tomará los derroteros de cintas ochenteras tan conocidas como House, una casa alucinante.
Y es que en la noche de Halloween en que comienza Historias de miedo para contar en la oscuridad, en la pandilla de amigos que quiere experimentar esta sensación de verdad, una de las chicas decide que qué mejor que ir a la mansión en la que sabe que algo terrible sucedió. Mientras deambulan por el destartalado lugar, Stella (Zoe Margaret Colletti), la valiente instigadora de la visita, descubre el libro que la hija de los señores de la casa escribía, con historias que inicialmente consideran de ficción.
Pero ese libro oculta un secreto. Y es que además de las del pasado, en el presente, las historias se siguen escribiendo, y Stella se da cuenta de que no cuentan cualquier narración para asustar a quienes las lean, sino que ellos mismos, los chicos que estuvieron en la casa, son los que van a ir protagonizando cada una de las historias.
Historias de miedo para contar en la oscuridad coincide en su estructura con una saga del género, bien conocida, o al menos es de imaginar que lo es, por los aficionados al mismo: Destino final. En la cinta dirigida por James Wong en el año 2000, un grupo de chicos que se había salvado de la muerte al intuirla como algo seguro tras soñar uno de ellos con el accidente de avión del vuelo que iban a coger, cada uno encontraba, de manera accidental y en el orden en que habrían fallecido según sus billetes, el destino del que entonces huyeron.
Ahora, en la película que dirige André Ovredal, cuyo anterior film fue la fabulosa La autopsia de Jane Doe, una de las mejores películas que se estrenaron en nuestro país en 2017, los chicos también descubren que van a ser objeto de la ira de la autora de los cuentos, aunque en su caso sea de manera aleatoria: nunca saben quién va a ser el siguiente, pero solo por haber estado en la casa, serás uno de los protagonistas de su libro.
Y los cuentos que Sarah Bellows (Katheleen Pollard) va escribiendo, juegan con los miedos de sus protagonistas. No en vano, si el film nos sitúa alrededor de un escenario en el que un campo de maíz con un espantapájaros verdaderamente realista nos amenaza, es éste el primer tormento con el que la película va a comenzar a jugar.
Del espantapájaros iremos pasando a otros, como la obsesión por la belleza en sus distintas vertientes, ya sea la gordura o una cara perfecta, para ir dando paso a la imaginería que, de no estar ya predeterminada por las ilustraciones de Stephen Gamell, el propio Guillermo del Toro las habría diseñado, porque parecen nacidas de sus universos creativos. No es de extrañar que el autor de La forma del agua se decidiera a producir la película, porque lleva su sello aunque no firme él su origen.
Y es un disfrute. Quienes, como Guillermo del Toro, hemos crecido con ese tipo de imágenes en nuestra retina entendemos que al mexicano no le haya quedado más remedio que adaptar, y muy bien, de forma muy precisa, estos cuentos al cine. Vieron la luz en los 80 y gracias al enorme respeto y cuidado con el que está hecha la cinta podemos volver a esa década con todo lo que la caracterizaba.
Por eso es un disfrute. Por eso nos lo pasamos tan bien viéndola quienes crecimos en los 80 y seguimos admirando ese tipo de narrativa, esos monstruos que nosotros, con nuestra mente, parimos y que se hacen realidad en el cine, en forma de terrores inofensivos porque solo están en la pantalla, pero que se quedan con nosotros una vez acaba la película para completar la galería en la que Freddy Krueger o Jason ocupan merecidos lugares.
El espantapájaros o esa figura gorda van a perseguirnos como a esos chicos de Historias de miedo para contar en la oscuridad. Pero no lo harán para vengarse de nada sino para sumarse a la lista de seres de los que disfrazarse en Halloween, en lugar de hacerlo, pongamos por caso, de hombre araña.
Silvia García Jerez