DÉJALES HABLAR: La vida a la deriva
Déjales hablar, el último trabajo de Steven Soderbergh, es la demostración hecha cine de dos observaciones contundentes: que se trata de un director único cuyas historias están alejadas de lo que la industria contemporánea del entretenimiento requiere, y que por muchas veces que diga que se retira del cine, precisamente porque le cuesta producir narrativas a contracorriente, siempre que rueda una película vuelve a poner a Hollywood patas arriba con cintas que nada tienen que ver con lo que el espectador espera de un título convencional salido de su fábrica.
Steven Soderbergh, uno de los autores más versátiles y flexibles de la industria, se ha quejado en entrevistas o charlas, allá donde le ha sido posible, de lo complicado que le resulta producir sus películas, porque no son convencionales y porque, aunque tenga el favor de los actores más renombrados con los que pueda contarse, no consigue que sus anómalas visiones de lo que debe ser una película con una calidad respetable sean del gusto de los estudios.
Él siempre ha afirmado que las historias no deben adecuarse a los directores sino éstos a ellas. Parece una idea absurda pero tiene más sentido del que aparenta, porque si un director extremadamente comercial se acerca a una historia que no lo es, la va a acabar transformando en aquello para lo que no fue concebida, destruyendo la base sobre la que el guionista la construyó.
El responsable de llevarla a la pantalla ha de mantener el espíritu que logró que ese guión sea el que es, sin modificar nada, cosa a la que Hollywood no está muy acostumbrada, y por eso Soderbergh más de una vez ha renegado de él, afirmando que no haría más películas si no podía financiarlas tal cual nacieron. Y, afortunadamente para quienes amamos su cine, siempre ha encontrado la forma de hacer lo que consideraba apropiado. Y ha vuelto. Aunque también las plataformas han ayudado a que así pudiera ser, porque los grandes estudios le siguen dando la espalda. Por lo tanto, Déjales hablar, su último título, lo veremos en HBO a partir del 10 de diciembre.
La acción de Déjales hablar gira en torno a Alice (Meryl Streep), una famosa escritora a la que le conceden un premio literario, que acepta, pero que no puede recoger si no sale de Nueva York, cosa que no está dispuesta a hacer, pero su nueva agente la convence para que en lugar de en avión vaya en barco. Ella se hace cargo de todo si su nueva representada decide que ese plan le viene mejor.
Alice, emocionada ante la circunstancia, se pone en contacto con un par de amigas de toda la vida (Candice Bergen y Dianne Wiest) y con su sobrino (Lucas Hedges) para irse con ellos en el crucero. Y, naturalmente, los tres se embarcan con ella.
Lo que en un principio parecía un viaje de acompañamiento sin más trascendencia se va tornando en la verdadera naturaleza que lo constituye, porque todos los personajes tendrán algo que experimentar. O bien sospechas respecto a Alice, de la que creen que no es realmente tan buena persona como ha estado aparentando toda la vida o alguna que otra confrontación con sus sentimientos, y qué mejor momento para enfrentarse a lo trascendente que en un entorno que no permite demasiada huida. Sus vidas quedarán expuestas, más a la deriva que el propio barco en el que se juntan.
Las suspicacias y los malos entendidos van a comenzar a sucederse y todos van a ir descubriendo que nada es como se lo imaginaban cuando comenzaron la travesía.
Déjales hablar está calificada como comedia, y no es una mala etiqueta, de hecho cuenta con grandes momentos en los que es inevitable la carcajada. Pero es un humor más negro que blanco, que nace de la socarronería, algo que siempre es bienvenido porque cuenta con la maldad justa para que la risa no haga sentir mal, sino todo lo contrario, sea reflejo de lo bien que Soderbergh maneja las situaciones.
Y las historias, porque no dejan de ser varias, aunque todo gire alrededor de Alice, los personajes se mueven a su alrededor como satélites, todos ellos teniendo sus grandes momentos. La película, como su título bien indica, les deja hablar, desahogarse, expresar sus sentimientos y sus sospechas, a cada uno lo que le toque, y lo hace de forma reposada, para irlos conociendo y para que sepamos cuáles son sus intereses en el viaje.
Poco a poco sabremos cuáles son sus mundos y nos encariñaremos con ellos, empatizaremos con sus problemas y sus inquietudes, y todo ello, pese a que en algunas ocasiones sea un drama, con una sonrisa permanente en la cara, porque el tono de comedia está presente incluso cuando no nos estamos riendo.
Soderbergh es un director muy preciso que, tal y como afirma querer hacer, consigue adaptarse a lo que la película necesita, que es la reflexión de qué hacemos con nuestra vida, a qué nos atrevemos y a qué no, qué nos guardamos para nosotros y qué deberíamos exponer para sentirnos tranquilos, en qué se basa una amistad y si sus cimientos son los adecuados, y por supuesto, en qué consiste el trabajo de un escritor, que parece fácil cuando cogemos sus libros entre las manos, pero la página en blanco es algo muy serio, terrorífico incluso, y llenarla de frases, de ideas, de historias, es todo un desafío.
Por eso no me atrevería a calificar Déjales hablar como un Soderberg menor. No lo es. Una película que expone la vida, aunque lo haga en clave de comedia, no es desdeñable. Lo que sí es, es inaudita. Como bien corresponde a la filmografía de Steven Soderbegh, es un film alejado de estereotipos, donde no sucederá lo que el espectador espera y en el que cada giro de guión es para revelarnos algo que no creíamos posible.
Así hace Steven Soderbergh su cine. Lo compone de grandes guiones como este, con diálogos tan brillantes como tiernos, siempre creíbles y llenos de agudeza, interpretados por actores de primer nivel, ya sean estrellas consolidadas como Meryl Streep, en ciernes como Lucas Hedges o leyendas recuperadas, caso de Candice Bergen y Dianne Wiest, y les da unos papeles deliciosos con los que lucirse en cada plano sin que ninguna de ellas esté por encima de la otra, porque lo que Soderbergh quiere es contar una historia, no vender un reparto, aunque de paso lo haga.
Y le sale tan bien como cuando contó con Michael Douglas y Catherine Zeta-Jones en Traffic o con Julia Roberts y Albert Finney en Erin Brockovich. Porque Steven Soderbergh cuando coge una cámara para rodar es para ofrecernos grandes películas, a las que si hoy no se les considera como tal ya vendrá el paso del tiempo para hacerlo y convertirlas en lo que son, obras que merecen verse y recordarse, dentro de la filmografía de un director que sabe lo que hace y como tal queda reflejado en la pantalla.
Silvia García Jerez