¿Cuántos corazones tengo?

Sonando: Lord Byron, de Mastodonte.

De repente, una voz en fuerte verbo y una figura sobre el escenario. «No voy a abrir el telón para alegrar al público con un juego de palabras, ni con un panorama donde se vea una casa en la que nada ocurre y a donde dirige el teatro sus luces para entretener y haceros creer que la vida es eso», clama el autor. Después cae una cortina pintada con casas y basura, y entra en escena el espectador 1º. Estaban a punto de asistir a un ensayo de Sueño de una noche de verano.

Así comienza Comedia sin título, uno de los dramas en los que estaba inmerso Lorca cuando lo arrestaron en agosto de 1936. Cuando le dieron ‘el paseo’. Cuando lo fusilaron. Dicen que lo que ocurrió después de su detención en la casa de los Rosales no se sabe con exactitud. Dicen también que fue una «operación de envergadura», que los guardias rodearon la manzana y que situaron hombres armados en los tejados próximos para impedir que huyera. Pero yo sí sé lo que pasó. Lo dispararon. Por socialista y homosexual.

Había terminado su propio «drama de mujeres en pueblos de España». La casa de Bernarda Alba o lo que es lo mismo, un infierno de realidad y deseo, de autoridad y libertad. Un castigo de ley indiscutible, anhelos y campo. Un apagón de melancolía que muta en tristeza interior y exterior. Una torre alta y gris y el llanto de un balcón clandestino. Y entonces, en pleno estallido de la Guerra Civil, se atreve a escribir sobre la verdad del teatro y la ilusión lejana. El arte como vehículo de la evidencia para mostrar al público el auténtico rostro del mundo en el que vive. Una obsesión emocional sobre la humanidad y el despotismo del amor: la eterna condena de Cupido.

Dicen que cuando Venus fue a ver al Oráculo de Temis, este le dijo:«El amor no puede crecer sin pasión». Así que intuyo que detrás de toda sombra hay un puente de brazos colgantes. Un yugo chiquitito que se cuela por la rendija, como una abeja, y actúa como rebelión del mundo. Un torrente que derrama valor y te seca los labios hasta cortarlos como escamas. Y entonces ya no hay escapatoria. Sólo ruinas. Ese es nuestro castigo. Al menos, eso creo. Y expreso cierto entendimiento, pero no certeza, porque eso implica experiencia y no sé si puedo defender el empirismo cuando todo mi conocimiento se basa en la tensión dramática y los remordimientos. La necesidad de redención. ¿Cuántos corazones tengo? ¿Cada cuánto muda la piel de mi válvula? ¿Y mi verdad?

Sólo sé que cuando algo me perturba, tengo la habilidad de imaginar una realidad adversa. Y suelo salir perdiendo. Imagino un acantilado a lo lejos. Una voz grave me persigue, pero ya es tarde para remendar el miedo. Entonces, en ese instante en el que prendernos fuego es la única salida, crujo los pulmones y echo a correr.

No sé quién fue el imprudente que decidió reunir a Shakespeare y a Lorca sobre el mismo escenario. En realidad lo sé, y no sólo eso, sino que entiendo las razones que lo llevaron a cometer tal atrocidad. El problema es que puedo llegar a comprenderlo, porque existen vértices irremediablemente cercanos, pero me niego a aceptarlo, porque lo que uno utilizó en Hamlet como herramienta para acercar al espectador en un mundo fantasmagórico, el otro lo expandió por su propio universo. La realidad como sueño. Ya sé que el deseo de libertad y el derrumbamiento vertiginoso hacia el desastre deambula por la eterna obra del poeta granadino, pero es en la rebeldía donde se anticipa en alto y femenino la palabra ‘fuerza’.

El teatro clásico y la excitación ante el espíritu revolucionario. La seguridad tradicional y la novedad ardiente. La libertad sexual y las minorías. Después llegaron las irrepresentables: el psicoanálisis, el surrealismo, la homosexualidad y lo social. La transgresión, el deseo. El «Romeo puede ser un ave y Julieta puede ser una piedra» o el «Romeo era un hombre de treinta años y Julieta un muchacho de quince». Sin embargo, «nunca dejarán de ser Romeo y Julieta». Y enamorados.

Pero me niego a aceptarlo. No porque piense, como Bukowski, que «está sobrevalorado», que lo está, sino porque yo no creo en alguien que entiende el amor como un asunto de la mente y no de la mirada. Ya sé, soy negacionista. Reniego de la existencia de Shakespeare. Pero Shakespeare está vivo y, ante eso, no hay rechazo de teoría ni comportamiento que valga.  

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