LA CHICA DE LA AGUJA: Viaje al cine clásico

Menudo viaje bonito al cine clásico supone La chica de la aguja. Se trata de la película danesa que faltaba por estrenarse de las cinco nominadas al Oscar a la mejor película internacional, nomenclatura actual de la categoría anteriormente conocida como mejor película extranjera, o de habla no inglesa, y lo cierto es que con un poco más de marketing a su alrededor, con un poco de campaña que hubiera hecho, podría haber sido merecida ganadora de la estatuilla.

Porque La chica de la aguja es todo lo bueno que el Oscar significaba y ya apenas da muestras de representar. Cómo cuesta que actualmente el Oscar lo gane una película con auténtico consenso y con alma perdurable en el tiempo, lejos de las modas, de lo que toca premiar porque este título o aquel no dan problemas, no generan polémicas y se ajustan a un género que nos encaja, sin salirse de la norma. Ahora que hay, erróneamente, 10 películas en la categoría reina, y pueden entrar producciones de fuera de la industria norteamericana, La chica de la aguja era la mejor para competir por ese Oscar. Pero también es un ejercicio tan clásico que puede echar para atrás a muchos espectadores no acostumbrados a tan mayúscula delicatessen.

Karoline (Vic Carmen Sonne) es la protagonista de esta historia

La historia nos lleva a Copenhague. Comienza poco antes de que termine la I Guerra Mundial y nos presenta a Karoline (Vic Carmen Sonne), una joven que no sabe nada de su marido, soldado al que las autoridades han perdido la pista, no sabe si está vivo o muerto, por lo que ella sigue con su vida y se queda embarazada del dueño de la fábrica textil en la que cientos de chicas confeccionan trajes para los combatientes. Pero los acontecimientos, acabada ya la guerra, no avanzan como Karoline espera y, aguja en mano, intenta poner fin a su embarazo en unos baños públicos, donde conoce a Dagmar (Trine Dyrholm), una mujer que la convence para que no lo interrumpa y para que cuando tenga al niño se lo entregue para que ella pueda dárselo a una buena familia. Y ese encuentro fructificará en una amistad que cambiará la vida de Karoline para siempre.

Rodada en blanco y negro y con un tempo incompatible con las prisas narrativas contemporáneas, La chica de la aguja es un auténtico placer para el cinéfilo. Un trabajo hermosísimo que nos retrotrae a años en los que lo que importaba en la industria era el arte en lugar del éxito inmediato, que da paso al más raudo y veloz de los olvidos.

La película cuenta con planos sublimes

La dirección de Magnus von Horn es sobrecogedora: maravillosos encuadres a base de planos medios y generales cuidando con precisión la ubicación y los movimientos de los actores. La exquisita fotografía de Michal Dymek, por momentos deudora del expresionismo alemán, nos asoma a un mundo sin luz artificial, en el que la pobreza de la postguerra aboca a los personajes a quedar en penumbra, iluminados con velas y ofreciéndonos algunos de los instantes más bellos que veremos este año proyectados sobre una pantalla.

Las contenidas interpretaciones de unos actores entregados a los horrores que viven sus personajes también son dignas de elogio. Muchas veces no hace falta que digan nada. Sus miradas hablan por ellos, sobre todo los ojos de la protagonista, que lloran sin lágrimas, gritan sin dejar escapar un suspiro. Otras, hacen uso de los diálogos justos, sin verborrea, lo preciso para expresar lo que el alma necesita soltar.

Y de este modo, el mejor cinematográficamente posible, con todo el cariño puesto en obtener el mejor resultado en el conjunto del relato, recorremos la miseria en la que la guerra ha sumido a Dinamarca. Un país sin fuerzas para sonreír, sin color alguno más allá de ese blanco y negro omnipresente en el ánimo. Y una coreografía de personajes, todos importantes aún siendo secundarios, todos carismáticos, que se van a ir entrelazando para crear un mosaico irrepetible, una joya que perdurará en la memoria de aquel espectador más exigente que desee sentarse ante una obra de arte que además es tan fácil de ver como la fluidez asombrosa en la que, a pesar de su tempo pausado, se sumergen sus dos horas de metraje.

La chica de la aguja es un auténtico deleite para los sentidos, un disfrute absoluto, un trabajo de orfebrería irrepetible, una muestra única de cine con mayúsculas.

Silvia García Jerez

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