AMA: Adolescencia ininterrumpida

Ama, del verbo amar, no del trabajo arduo y nunca remunerado del ama de casa, que también podría serlo por la contradicción del personaje protagonista a no dedicarse un segundo a cuidar de lo que debe, llega a las pantallas precedida de una magnífica acogida en el festival de Málaga 2021, en el que logró la Biznaga a la mejor actriz para Tamara Casellas y el premio Feroz Puerta Oscura, reconocimiento que le entrega la crítica al film.

Ama nos acerca a Pepa (Tamara Casellas) y a Leila (Leire Marín), madre –ya entrada en años- e hija –como de 6- que se ven en la calle después de que, tras una noche loca y una mañana que no empieza como debería, las echen del piso en el que están.

Con el único sustento de tratar de vender flyers de discoteca en la playa, un trabajo ni bueno ni estable, Pepa vagabundea intentando encontrar un sitio donde dormir, ya sea en el hostal más barato o en casa de algún amigo, si es que se deja. Pero es complicado que se deje: la situación de Pepa no augura que vaya a ser para una sola noche ni que haya un propósito de que sean pocas.

Pepa (Tamara Casellas) y su hija Leire (Leire Marín)

Ama comienza con una declaración de intenciones: Pepa viviendo la noche a tope, en discotecas, rodeada de vicio y de la diversión de la que se suele echar mano en esos garitos oscuros donde parece que todo está permitido, aunque en realidad no sea así. O no debiera serlo. Y claro, la noche pasa factura y Pepa se ve en la calle. Se acabó. Que se haga un poco más responsable de su vida, en la que tiene que cuidar de una niña pequeña, por si no se acordaba, o por si solo se acuerda de ella de día.

Ama retrata con decisión pero sin crudeza la realidad de muchos adultos, la de la adolescencia eterna, la de esas madres que solo piensan en ellas aunque tengan que ocuparse de otra persona que depende de sus decisiones. Adolescencia ininterrumpida que entorpece la capacidad de supervivencia de alguien que sabe que ha de afrontar algo para lo que no está preparada porque nunca se preparó para eso ni asume que tenga que hacerlo.

Ese punto de partida daría para una película asombrosa, pero se queda en el lado amable, lejos de la sordidez soberbia y mayúscula de Techo y comida, que planteaba la misma situación pero lo hacía, aquella sí, desde las entrañas de una realidad que también hay que afrontar.

En Ama se da una atmósfera de permanente paréntesis, de ya llegará el momento de vérselas con el lado responsable de la vida pero ahora estoy con una niña que  quiere divertirse. Y yo, su madre, también. Ese alargar la obligación, ese constante huir de la urgencia de encontrar un colchón, no solo un techo, se acaba convirtiendo en el centro del relato, algo que va en contra de los preceptos del drama que ha surgido y cuya herida ha de cicatrizar, más allá de lavarla y seguir jugando.

Algo chirría, por tanto, en esa concepción de la supervivencia, en ese oasis de saberse perdidas pero animadas por una tarde de tiendas, en ese desierto sin ayuda pero sin el horizonte de encontrar un trabajo y un cobijo fuera de la zona que hasta ahora ha sido la de confort. Si lo conocido hasta el momento no ha funcionado bien, no intentar salir de ese agujero no es la solución.

Lo bueno de Ama es que retrata una realidad creíble desde el punto de vista de quienes solo piensan en sí mismos y están siempre buscando cómo huir de sus deberes, lo malo de Ama es que no intenta romper la burbuja de irrealidad cuando está tan claro que en ella no hay esperanza. Y no se entiende que, así las cosas, no haya una lucha como respuesta.

Ama pierde en esa dualidad su potencial. Su fuerza se diluye en una realidad que no es espejo de la vida real, y por lo tanto nos saca de ella y nos hace evadirnos hacia la película que podríamos haber encontrado en el caso contario. En la gran película que habría podido ser de haber seguido esa otra senda.

Silvia García Jerez

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