CABEZAS CORTADAS. La literatura es fuego
Dijo Mario Vargas Llosa en un famoso discurso que la literatura es fuego y, aunque se refería principalmente al impacto público que un escritor inconformista puede ejercer sobre la sociedad, existe también una literatura abrasiva que hiere en el ámbito personal: de este tipo de incendios nos habla Pablo Gutiérrez en Cabezas cortadas (Seix Barral, 2018).
La novela de Gutiérrez entra de lleno en los problemas que nos dejó la crisis económica que empezó hace ya una década, sumándose a un cada vez más nutrido grupo de obras dedicadas a encontrar ese Eldorado que es La Gran Novela Sobre La Crisis. Sin embargo, en vez de practicar un análisis de los estragos que causó el desastre económico dentro del país, Gutiérrez centra su mirada en la generación que se derramó por la frontera, los expatriados que terminamos en el norte de Europa; así, Cabezas cortadas cuenta la historia de una chica de treinta que malvive en los arrabales de Londres, trabajando en una cafetería y compartiendo piso patera con los estratos más bajos de la sociedad migrante de la capital británica: un ejemplo de toda una generación de jóvenes ya no tan jóvenes que se vieron obligados a buscarse la vida fuera de su país. Narrado en primera persona, el texto es una transcripción de lo que la protagonista escribe en un cuaderno barato (cincuenta peniques), una circunstancia —la del cuaderno, no la de su precio— determinante para el desarrollo de la historia.
Empieza Cabezas cortadas con un terremoto de estilo y de descripciones, clavando el punzante sentimiento de culpa de quienes nos hemos visto forzados a salir del país para procurarnos un sueldo y una habitación propia (y no por evitar una verdadera catástrofe de vida o muerte):
“Sureñita del reflejo, éste es mi cantar del destierro, algunos tendrán historias nobles de persecuciones, verdaderos exilios, verdaderas guerras civiles y condenas a muerte, pero yo no vine huyendo de ninguna cosa, ninguna, lo hice porque pasaban los años y nada ocurría, ni trabajo ni aventura, nada, y quise volver atrás, quise fingir que el siglo no había concluido y tampoco mis veinte años.” —pág. 22
Sin embargo, lo que empieza como una novela de corte más bien social se convierte rápidamente en una especie de alucine islámico con tintes de terror, en una historia de supervivencia sórdida de una mujer que poco o nada tiene que perder en una ciudad distópica y preapocalíptica. Es un cambio de tono que no acaba de cuajar, y es una pena porque el lado más social parecía bien interesante: uno desea saber más del entorno familiar, de las cosas que ve a su alrededor la protagonista, de cómo vive, aunque sólo nos da Guitérrez pinceladas de todo ello para centrarse más bien en sentimientos, en sensaciones, en reacciones viscerales. Está demasiado interesado en el mundo interior de la protagonista y olvida todo lo que sucede a su alrededor con rapidez, despliega un stream of consciousness estupendo que en sus mejores momentos puede llegar a recordar a Chirbes para desentenderse rápidamente del asunto social y centrarse en otros temas que no son necesariamente incompatibles pero sí difíciles de maridar.
Pero el verdadero giro de tema y estilo ocurre un poco más adelante, cuando da comienzo la relación entre la protagonista y una mujer de clase alta que hará creer al lector en algún tipo de esperanza, en una alternativa al vacío por el que se despeña la desquiciada heroína de la novela —una chica sin rumbo, morbosa en lo sexual y en lo violento—, y por un momento parece que puede salvarse. Cabezas cortadas se centra entonces en la posibilidad de encontrar una solución a la eterna adolescencia en la que muchos de nuestra generación parecemos estar atrapados, especialmente si comparamos nuestras vidas con las de nuestros padres:
“Idiotas: seguís siendo los chicos de la fotografía, los locos coleccionistas, los que observaban la vulgaridad de un país renacido, a tu edad ya teníamos un trabajo, una casa, unos hijos. A mi edad. A mi edad vuestro mundo ya era viejo, y el mío es un limbo de antimateria, muchas pretensiones, ningún acierto, viajes, escapismos, una licenciatura débil, un oficio que no existe, la pobreza, la veleidad de un bachiller de treinta años que vive su fantasía escolar extendida en el tiempo.” — pág. 56
Revelar si la solución cuaja o no sería estropearle el final a quien quiera leer Cabezas cortadas, pero sí que es preciso comentar la importancia del cuaderno en el que la protagonista escribe sus vivencias y que decidirá el desenlace en un sentido o en otro, probando la naturaleza explosiva que pueden llegar a tener las palabras. Este es, para mí, el tema central o al menos el mejor desarrollado en una novela que picotea varios asuntos interesantes, principalmente la amenaza islámica y el destino de los expatriados españoles —temas que, por otro lado, emparentan a Cabezas cortadas con las obsesiones de otra novela coetánea, la breve y provechosa Cambridge en mitad de la noche de David Jiménez Torres (Entreambos, 2018).
¿Qué nos queda al final? Una novela quizás algo volátil en los temas, tal vez descentrada por momentos, pero de una sólida ejecución formal, un artefacto de poderoso estilo que prueba la cualidad abrasiva que puede llegar a tener la escritura, quemándolo todo a su alrededor.
Antonio Gornú