BELFAST: Crecer en tiempos revueltos

Belfast, 1969. Tiempos convulsos. Protestantes y católicos comenzaban a enfrentarse. Los protestantes, unionistas de Irlanda del Norte, eran mayoría, y los Republicanos irlandeses, sobre todo católicos, querían la integración del territorio en la República de Irlanda frente a la pretensión de preservar los lazos con el Reino Unido de los unionistas.

Esa es la lucha que comenzaba entonces y a la que Buddy (Jude Hill) asiste desde sus ojos de niño de 9 años. Él solo quiere jugar, ir al cine y estar con sus abuelos (Judi Dench y Ciaran Hinds), dos seres excepcionales con los que pasa todo el tiempo que puede. También con su madre (Caitriona Balfe), quien se ocupa de la familia mientras su padre (Jamie Dornan) trabaja duro y apenas puede estar en casa, aunque nada le gustaría más.

En realidad, el conflicto norirlandés le sirve a su director y guionista, Kenneth Branagh, quien pasó por lo mismo que Buddy, su alter ego en esta ficción recreación, para recordar su infancia y ese punto de inflexión en el que todo cambió en su vida para comenzar el camino hacia convertirse en el cineasta que de manera incipiente ya soñaba ser.

En Belfast, Branagh retoma ese momento y, sin obviarlo, porque la atmósfera enrarecida que agudiza los sentidos para prevenir movimientos erróneos está presente gracias a que los ataques se van incrementando sin que entonces pudiera saberse hasta dónde alcanzaría la dimensión de los disturbios, y sin negarse a plasmarlos, los coloca en un segundo plano para darle el protagonismo a lo que le queda a Buddy de inocencia en su infancia.

No en vano el inicio de la película los aúna a ambos, al conflicto que estalla y al juego que no cesa. Y el resto del metraje se balanceará del mismo modo, solo que visto desde los ojos de un niño y no de la alta política que manejaba aquello. Por algo sale el padre de la narrativa: los problemas adultos, los tejemanejes políticos y empresariales, permanecen siempre fuera de campo.

Tanto es así que aunque haya conflicto, Buddy solo percibe los trazos que llegan a la calle en la que juega, al barrio en el que los comercios los regentan amigos que los conocen, al colegio en el que está la chica que le gusta. El universo de Buddy es su Belfast, y él no ve nada malo en quedarse allí, porque para él todo sigue siendo alegría, música, cine y diversión.

Caitriiona Balfe y Jamie Dornan 
interpretan a los padres del niño protagonista, en Belfast.
Caitriiona Balfe y Jamie Dornan
interpretan a los padres del niño protagonista

Belfast comienza con una secuencia portentosa, rodada en el blanco y negro de los recuerdos con los que Alfonso Cuarón filmó también su Roma, probable empujón para Branagh a la hora de llevar al cine su propia infancia. Aunque Branagh lo hace de una forma más asequible al espectador que la propuesta del mexicano, mucho más elitista en todo, no solo en ese blanco y negro que en su caso quedaba intelectual y en el de Branagh como una parte más del juego en el pasado.

Pero la película no empieza así. Cuenta con una mínima introducción en color, en el presente en que Branagh rueda, que no es casual, ni una equivocación en el celuloide, ni será el único momento de color que la película nos muestre dentro del concepto de felicidad que transmite. Pero un minuto después de situarnos en el año y en el lugar en que todo sucede, por medio de una preciosa transición que también va a determinar el tipo de dirección que va a ir eligiendo, Branagh ya nos traslada a su niñez, a su calle, y ya se pone elegante para presentarnos al rey de la función, un niño que es un verdadero descubrimiento, a la altura del Jamie Bell de Billy Elliot. Él no tiene que bailar pero sí lleva el peso de una película en la que su expresividad, emotividad, carisma, dulzura y talento son un hallazgo.

También lo son la presencia de Judi Dench y Ciaran Hinds, secundarios de oro que le dan a la función un humor que uno no se espera en una cinta de estas características. La socarronería y la complicidad de los abuelos del niño son sublimes. Menudos momentos nos ofrecen, para enmarcarlos todos, da igual si están en el salón de la casa o en las letrinas, cuando uno es un abuelo genial los escenarios no son ningún límite.

Todo ello unido por la inteligente dirección de un Kenneth Branagh inmenso que roza la perfección en muchas escenas, devolviéndonos a los tiempos en los que el cine tenía personalidad, en que no se ceñía al plano contraplano de caras recitando aburridos diálogos. No, en Belfast, Kenneth retoma una planificación precisa en la que los personajes tienen un sitio definido por una razón concreta, con una finalidad determinada. Ningún plano es casual, como ese momento en el que vemos a los abuelos hablando tras la ventana. La intimidad del matrimonio perfecto, cada uno en un extremo, llenando ellos solos el plano, no necesitan a nadie más. O ese otro de los padres hablando de su futuro con los hijos en primer término, desenfocados, cuentan porque son de la familia, pero en ese instante quienes deciden no son ellos, el padre, situado en el centro, sabe quién lleva las riendas ahí. Aunque a lo mejor no es él, que por muy en el centro que esté está más alejado de todos. Ese es otro momento de dirección asombroso.

A las composiciones específicas, al paneo inicial rodeando al niño con la cámara, al primer plano con movimiento interno cuyo resultado ya conoceremos cuando el plano se abra a general y sepamos qué ha pasado en esa aula, a esos detalles que hacen sublime el trabajo de un Branagh, especialmente inspirado, se une el uso de la música de Van Morrison. Una banda sonora que eleva la película a un lugar que el cine comercial ha olvidado que existía.

La preciosa es cena en la que vemos a los abuelos (Judy Denchy y Ciaran Hinds) 
a través de una ventana, en Belfast
La preciosa es cena en la que vemos a los abuelos (Judy Denchy y Ciaran Hinds)
a través de una ventana

Todas estas son virtudes evidentes en Belfast. Es una película que conecta bien con el público porque su historia, su punto de vista, es una delicia y porque los elementos técnicos acompañan al mensaje. Pero a pesar de todo no es una película redonda.

Es cuestionable que el tono amable sea siempre el mismo, en la tragedia y en la alegría. Nada es lo suficientemente terrible como para dejar atrás la inocencia. La rosa pincha pero sigue siendo hermosa. Incluso a lo inevitable le sigue una escena en un salón de baile. Y eso rechina. Ese baile al comienzo estaría justificado, pero no cuando está en medio del cataclismo, el presente y el inminente. No todo es alegría y forzarla queda extraño aunque en el conjunto se lo pasemos por alto para darle la nota que el resto del metraje pide a gritos con sus preciosas imágenes, demasiado bonitas. Demasiada belleza recreada para tapar una realidad que no siempre queda creíble debido a la que se superpone sin descanso.

Su todo es un conjunto tan sublime en la forma que no cuadra con el fondo. Las equivalencias en el cine son importantes y han de darse la mano para no desconcertar y la continua alegría que se respira desentona con los hechos que suceden en ese segundo plano latente. Es el punto de vista de un niño, sí, pero aún así le pasan cosas que exigen más de él de lo que él les da. Y la música le va dando la razón, lo bonito pasando por encima de todo, pero ese todo sigue estando ahí.

Afortunadamente a Buddy, a Branagh, siempre le quedará el cine, los grandes clásicos que ve en la tele o en la gran pantalla. Ese cine que siguió estando en su retina y del que en un futuro, no muy lejano pero sí lejos de la Belfast que lo vio nacer, él también empezaría a formar parte como creador de otras películas que otros niños en Belfast verían con el mismo entusiasmo con el que él las disfrutaba.

Silvia García Jerez

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