ALMODÓVAR en CANNES
Tras el estreno de Dolor y Gloria en el Festival de Cannes, Almodóvar ya ha triunfado con su valiente y conmovedora auto-ficción. Sin embargo, la competencia es ardua en esta 72ª edición y recién ha comenzado el festival.
Iremos comentando los estrenos que nos llegan, antes del palmarés del próximo fin de semana, pero mientras recuperamos en portada a nuestro Pedroooooo.
Queda por llegar el biopic de Elton John, el thriller de Joon-ho, la nueva película de Tarantino sobre el asesinato de Sharon Tate, el nuevo film de Jarmusch y también, la última cinta de Malick acerca de la objeción de conciencia en época nazi… Mucho cine del apetecible e interesante. Además, la novedad de Xavier Dolan y de Nicolas Winding Refn, quien después de The Neon Demon, estrena serie en Cannes.
DOLOR Y GLORIA
La conmovedora y valiente auto-ficción de Almodóvar
Pedrooooo es ya inmortal. Mucho se ha dicho sobre su vida y obra, pero es ahora cuando Almodóvar decide contárnoslo, a su manera, con Dolor y Gloria.
Elocuente titulo para la conmovedora auto-ficción que, en ir y venir de males físicos y del sentir, reconcilia al director consigo mismo. Inspirándose en sus memorias, con un reparto en estado de gracia y un Antonio Banderas, como su alter ego, logrando la interpretación de su carrera.
Nos hemos acostumbrando a esos guiños de su biografía que han ido colándose en su filmografía, evocando La Mancha con su madre y las vecinas del pueblo, o ese imaginario personal de la Movida madrileña que él hizo universal.
Sin embargo en Dolor y gloria no hay chicas Almodóvar, ni molinos de viento.
En su última película, el director manchego recupera sus recuerdos más íntimos entre ensoñaciones de infancia desde una cueva o junto a un río –a su vera, con la voz de Rosalía-, y las vivencias de un presente inmerso en mil achaques del cuerpo y alma.
Coleccionando migrañas, pitidos, severos problemas de columna y una profunda depresión, Almodóvar repasa la ficción de su propia memoria, jugando al paralelismo con un director de cine que ha alcanzado la gloria y prepara su antología; un alter ego con nombre de curación, que conocemos como Salvador Mallo y reconocemos en la piel de Antonio Banderas.
Sin ápice de imitación y más allá del trampantojo en el reconocible vestir almodovariano, un inmenso Banderas logra atrapar los gestos y maneras del verdadero director, mostrándonos a un Pedro tierno, gracioso, vicioso, caprichoso…
Confesándose ateo en los días buenos y descubriéndose creyente, cuando los males le duelen más; medicándose legal o ilegalmente para paliar aquello que -literalmente- le impide tragar-, reflejándonos tanto debilidad como valentía ante el paso tiempo y el vértigo de la muerte, mientras va saldando cuentas como hijo, amigo y amante.
Rodeándose siempre de mujeres, que en Dolor y gloria además son todas como madres.
Desde la asistente personal (Nora Navas) que le cuida como si le hubiera parido, a quien habiendo sido ya mamá en todos sus filmes, su querida Penélope Cruz, encarna en éste a la madre joven -confirmando que Pedrooo, una vez más, saca lo mejor de ella-. Y por supuesto, en el papel de la madre mayor -homenajeando a aquella verdadera que salía en las películas del director y recién le ha dejado en duelo-, una descomunal Julieta Serrano preparándose para el viaje final y despidiéndose de un hijo que le pide perdón por ser como es, deseando como única herencia el huevo que ella utilizaba para zurcir sus calcetines de niño, cuando ya soñaba con el cine -en una de esas escenas que da igual si lo que cuenta fue tal cual, porque tal emoción no se puede contener ni ficcionar-.
Para cuando se asoman los hombres en Dolor y gloria también hay conmoción. Y hasta una justificada insolación ante César Vicente, la revelación de la cinta, encarnando la sexualidad con una ternura y descaro que atrapa cualquier mirada; emanando el primer deseo -tan impactante, que años después será metáfora homónima de la productora inicial de Almodóvar-.
Sin embargo son los personajes de Leonardo Sbaraglia y Asier Etxeandia, quienes vertebran la narración, contándonos la otra parte de una vida ya contada. Acercándonos, entonces, a las otras pasiones del cineasta para confirmar antiguos sentimientos y quizá, despedirlos como es debido; con un buen final, como en una buena película.
No sin antes, estremecernos con ese amor único -que no fue único amor- abrazándose al director, a la puerta de su casa plagada de pinturas oníricas, como fascinarnos con ese perfecto intérprete en un escenario con fondo rojo pasión, rememorando todo tipo de polvos de aquellos famosos ’80 -de vuelta de todo y con las drogas, de vuelta-.
E igual de bien está mostrada la esclavitud de la adicción, que las ganas de esa voluntad férrea pa’ quitarse de un enganche tardío, muy killer, con la necesidad de una compasiva desintoxicación.
No obstante, entre tanto dolor y algo de gloria, no falta el humor en la última de Almodóvar, ni se escapa el cameo de su hermano Agustín. Tampoco esos juegos de doble sentido, estéticos o en el lenguaje, que al director le gusta practicar junto a las referencias propias; siendo Dolor y gloria un Laberinto de pasiones con reminiscencias de La mala educación y La flor de mi secreto, y recuerdos de todo sobre su madre. Con el rigor de la autoridad moral que sólo él tiene sobre su propia vida, sin que pese las sospechas de la construcción de un manifiesto, o la certeza de las costuras de cada déjà vu.
Todo fluye en el en el último film de Almodóvar. Desde las acuarelas entre azules y rosas de los créditos iniciales, a ese agua que según aparece nos vincula a la infancia, juventud o madurez del director, sin importarnos qué es medio mentira o cuál es la verdad. Porque aún siendo relevante su último estreno, o si realmente fue modelo para un dibujante amateur, o cómo vivió su primera pulsión sexual -tan bellamente contada-, lo que queda al final es la empatía del momento y la maravillosa sensación de que el cuadro -o la película- ha llegado al destinatario correcto.
Si en algún momento Dolor y gloria pudiera parecer demasiada exposición de ego y auto-terapia, Almodóvar nos sorprende jugando de nuevo a la realidad, colándonos en una pelea vecinal que bien pudo ser noticia de telediario, tras mostrarnos el actual resurgir del feminismo -del que siempre ha sido militante- plasmado en una pintada de barrio.
Y para el fin, nos reserva una genialidad de esas que le justifica. Un último guiño a su propia auto-ficción, convirtiéndola en la realidad más verdadera; terminando la película, haciendo aquello que da sentido a su vida: escribir y rodar -y rodando la secuencia final, nos regala también, un cameo de claquetista de lujo-.
Tras años de oficio y experiencias, entre galardones y migrañas, el cineasta que define con su apellido todo un adjetivo universal, vuelve a triunfar con (su) Dolor y Gloria, sumergiéndose en la verdad de la nostalgia aun consumiendo menos de sus histrionismos.
Y ya no queda ninguna duda, ni de vida y obra. Ni de dicho y hecho.
Regresa el mejor Almodóvar.
Mariló C. Calvo