ALANIS: mi vida como una prostituta
Alanis es el nombre que María usa en su trabajo, porque María es prostituta y en el mundo de la prostitución se mueve con ese pseudónimo: Alanis, con acento en la i, no como todos llamamos a la cantante con apellido Morissette, por la cual le preguntan continuamente a María, por si la canadiense es su referente a la hora de rebautizarse.
Alanis es la sensación argentina del momento, con permiso de Zama, de Lucrecia Martel, que es la producción que su país ha mandado a Hollywood para intentar competir por el Oscar, pero Alanis, por ella misma, está logrando lo que hace tiempo que el cine argentino, sin Ricardo Darín en el reparto, no conseguía: una expectación en base a la propia película, más allá de la que las estrellas de su cartel generen.
Y toda esa aura de grandeza, de genialidad y de película imprescindible que se ha ido forjando a su alrededor desde su presentación en el festival de Toronto, consolidándose con los premios obtenidos en el Festival de San Sebastián, a la mejor actriz para Sofía Gala, y a la mejor dirección para Anahí Berneri, están plenamente justificada.
El premio a Sofía como mejor actriz se hace evidente, casi tópico, pero el que distingue a su directora ya no lo es tanto, y es igual o más merecido todavía. Porque Anahí Berneri construye con Alanis una obra dura, áspera incluso, con una austeridad que se manifiesta sobre todo formalmente, en esos planos cuya composición está tan alejada de las de títulos más convencionales.
Los encuadres, aparentemente desquiciados pero tan lógicos si pensamos en las intenciones de la narrativa, se sitúan en los extremos de los personajes para que a través de espejos y reflejos podamos apreciar la escena completa. Y es así como vemos, por medio de una realidad que la protagonista no quiere afrontar, cómo unos policías que se hacen pasar por clientes irrumpen con fuerza en la casa de aquiler que Alanis comparte con Gisela.
A Gisela se la llevan y a Alanis la deja fuera del piso el dueño que se lo alquila cuando acude a ver los daños, por lo que la joven tendrá que hacer lo que sea para salir adelante y para cuidar de su bebé de un año y medio. Y ese lo que sea será lo mismo que hacía hasta entonces, porque Alanis no acabó la secundaria y no está preparada para otra cosa.
La manera en la que este film argentino nos presenta el mundo de la prostitución se acerca más al orgullo que a la resignación. Porque la resignación, que es para ella la careta con la que aparenta inconveniencia, viene diluida en la dignidad que da el saberse buena en tu propio oficio, aunque éste sea el más antiguo del mundo. Pero Alanis lo ejerce con dedicación. Ella busca trabajo, se esfuerza, pero la prostitución vuelve a dar con ella, con clientes a los que trata a la carta, con cariño o a base de palabrotas, quien paga manda.
Y su hijo la espera, buscando la teta que no encuentra en la tía que acoge a ambos en la trastienda del comercio que le procura el sustento. Un dar de días, tres, en nada encuentro trabajo y me voy, asegura la pobre Alanis entre cita y cita. Pero Alanis es fuerte y sabe luchar por sí misma. Lo único que necesita es que la dejen vivir, y a lo mejor, efectivamente, de aquello que le se le da tan bien.
Alanis es un film reivindicativo que funciona más como tal que como drama social. Porque si lo enfocamos dentro del género no aporta nada a las visiones previas que ya tenemos del abanico de prostitutas que el cine nos ha ofrecido. Se trata, si cabe la comparación, de una extensión de aquellas Princesas de Fernando León de Aranoa, aunque Alanis se ubica más en mundos lúgubres en los que la esperanza no es sino otra palabra vacía. Pero si la enfocamos como cine reivindicativo, Alanis es una bandera a dejar izada.
Es fascinante acercarse a la personalidad de una joven que ha abandonado su vida conscientemente y que ahora es una madre soltera que defiende su territorio. Las cosas le saldrán mejor o peor, pero nada detiene sus ansias de seguir adelante y de pelear por lo que es suyo. Y todo, sin perder la sonrisa. Al menos la interior, que es el soporte de quien la practica.
Silvia García Jerez