Wonder Wheel: El cruel teatro de la puñetera fortuna.
Wonder Wheel es la bien engrasada metáfora que preside el último parque de atracciones, por esta vez cinematográficamente teatrales, del incansable clarinetista de celuloide, en un tiempo de Oscar más que amigo de una tal Annie Hall, que gustará a los que creen que el teatro puede inspirar al cine sin adaptaciones de por medio: un encuadre, un decorado, unos actores y un espectador.
Wonder Wheel, en cuanto al devenir de la existencia, no es que diste mucho de algunas de las más recientes películas de un Allen ya maduro y emocional; aunque también en parte setentero y ochentero. Destacándose, eso sí, en la que nos ocupa, un especial mimo a la hora de componer espacios en los que iluminar emociones y presentar a unos personajes que se nos antoja han cogido, igual sin saberlo, ese tranvía llamado Deseo con parada en Coney Island. Enclave neoyorkino aquí a rebosar de anhelos centrifugados en un desdichado carrusel, además de lugar de vivienda, tanto del singular jovenzuelo de Días De Radio como de unos títeres vestidos de la tristeza resultante de haber elegido el camino equivocado. La Rueda de la Fortuna es lo que tiene. Te toca la quiebra o el coche.
Como noria perversa, la vida de los habitantes de Wonder Wheel gira sobre un mismo desastroso eje, obligándolos a saltar al vacío si quieren cambiar de cabina. ¡Y ya digo si saltan! Más que el Hulk de Ang Lee. Que ya es decir.
Digamos, entrando en el elenco, que Kate Winslet, que saltó a la fama mundial como díscola hermana de Emma Thompson en una victoriana película del Sr. Lee ( Venga va, reconozcámoslo, Criaturas Celestiales tampoco es que fuese muy conocida por el público mayoritario por aquel entonces. Y en Titanic me da que era hija única), encarna aquí con maestría, entregada a un dios salvaje y seguro que con la Nora de Ibsen en el recuerdo, a una mujer vencida llena de sentidas sensibilidades que lucha por cambiar su vida; a la par que a un estupendo James Belushi , que parece haberse comido a su compañero canino K-9 empapado en whisky y por un solvente Justin Timberlake que lo mismo pone a bailar a divertidos Trolls de digital felpa como que enamora a señoras encandiladas por el dulce pájaro de la juventud. Más referencias a Tennessee Williams.
Aunque no sólo de la obra del primer artífice de que la Taylor acabara subida a un tejado de zinc caliente se toman sombras en lo último del responsable de las muy isabelinas Match Point y El Sueño De Casandra, ya que por unas soñadas playas saturadas de color postal años cincuenta, divisables desde la Wonder Wheel, ¿cómo no?, pululan referencias a dramaturgos, expertos en drama, tales como Shakesperare, O´Neill o Chéjov. Lo que nos lleva a pensar en Wonder Wheel como en un teatral drama años cincuenta de arrebatos y errores inconmesurables.
Y podríamos seguir. Pues sigamos haciendo mención también al buen trabajo de la cuarta en discordia, Juno Temple. Responsable (¿ cómo diríamos sin desvelar el nudo ?) de que las balas ya no estén sólo en Broadway. Más teatro.
Antes de que caiga el telón definitivamente y se abran las puertas del cine, sinteticemos: Wonder Wheel se disfruta como cine, pudiendo haberse disfrutado como pieza teatral también. Se podría haber terminado de mil formas y también de la forma en la que se ha hecho. Podría haber sido cine dentro del teatro o teatro dentro del cine, pero la caprichosa rueda de la fortuna ha querido que, como decíamos, gustara, de entrada, los que piensan que en la tablas de la existencia, aún en las bambalinas del vivir, los sueños son sólo eso, sueños. O quizá pesadillas. Bueno, del niño pirómano ni hablamos.
Luis Cruz.