LA VIRGEN ROJA

Paula Ortiz reinterpreta un alucinante true crime de los años treinta, entre movimientos políticos y revoluciones feministas. Una historia de una madre e hija, adelantadas a su época, con un destino elegido y un terrorífico final que permanece en la memoria y las entrañas.
Una realidad superando cualquier ficción, que la directora traslada a La virgen roja a través de un simbolismo fascinante y un reparto tan sorprendente como acertado, logrando una cinta entre la fábula y la tragedia que reivindica el papel de la mujer en la historia y es un merecido homenaje a Hildegart Rodríguez, aquella mujer del futuro del siglo pasado, a quien debemos parte de la sororidad actual. 

El pasado no se puede cambiar, pero sí la manera de interpretarlo para que exista un futuro. 

Hildegart suena alemán, pero fue el nombre de pila de una muchacha madrileña que vino al mundo a hacer algo grande: ser la primera mujer libre.
Concebida para ser la mujer del futuro por una madre con un plan muy pensado para la criatura, sin incluir al pater elegido ni reclamación alguna de paternidad para la niña que será un prodigio. Dominando varios idiomas y mecanografía a una edad precoz, y estudiando derecho y medicina cuando otras jugaban a las muñecas, Hildegart Rodríguez llegó a ser una adolescente que se movía en los círculos intelectuales revolucionarios, plasmando sus ideas en multitud de libros y artículos de repercusión internacional, llegando incluso a cartearse con Marañón, Ortega y Gasset, Freud y G.H. Wells…

Educada en un entorno tan lleno de privilegios como de asfixiante disciplina, Hildegart igual escribía sobre la sexualidad femenina y la legalidad del aborto, que jugaba al bádminton o bailaba un vals, siempre en casa y con su madre de pareja, junto a una asistenta como única amiga y con un galgo por compañía. Pasando de niña a mujer y siendo la hija perfecta para esa matriarca entre la genialidad y locura que la moldea a su antojo y según su pensamiento formado en la eugenesia europea, la caída de la monarquía nacional y el activismo por la liberación de la mujer.
Una madre creyente en la triada de Freud en el sexo, Nietzsche en el pecho y Marx en la cabeza, que no duda en mantener las pintadas que rezan brujas en el rellano y constatar así su fe en el cambio. Mientras dentro del hogar, las ideas acerca de la independencia económica y la libertad sexual comienzan a difuminarse ante el descubrimiento de las novelas románticas que tanto gustan afuera, en el mundo real. Y Hildegart empieza a dudar de que el significado de su nombre sea jardín de sabiduría, batalla a ganar. Y más, cuando aparece un militante socialista, Abel Vilella, cual príncipe azul en medio de asambleas y denuncias.
Las enseñanzas entonces comienzan a no funcionar. La criatura se revela ante la creadora, la alumna supera a la maestra y esa lucha ferviente contra la opresión se transforma en delirante control y censura materna, estrechándose el vínculo de la progenitora hacia su hija hasta llegar a dormir con la pierna por encima, por si la niña se cae o se escapa, y no sin antes cantar a dúo una nana de Mucho ruido y pocas nueces sobre los hombres farsantes que no son constantes…

El sueño de la razón produce monstruos. Y Aurora, coherente en su irracionalidad, entiende que el modelo de mujer creado comienza a resquebrajarse, cual escultura a punto de romperse. El “proyecto Hildegart” ha fallado. Y por imperfecto, debe destruirse. Sin más.
Según las crónicas de la época fue con el mismo arma que compró para protegerse y protegerla. Fueron varios disparos a bocajarro y mientras dormía. Quizás tres certeros apuntando al sexo, al pecho y a la cabeza fueron los que acabaron con la vida y el futuro de Hildegart, esa virgen roja que se convirtió en leyenda tras un multitudinario funeral. 

A través de un guión de Eduard Sola y Clara Roquet, entre el thriller y la tragedia novelada, Paula Ortiz realiza un filme de fábula, de un cuento de terror, presentándonos a una heroína y una mártir, que igual era una superdotada que una mera aprendiz de Cenicienta encerrada en casa de Bernarda Alba, vistiendo de negro en cada ocasión para que la apariencia no anule al intelecto, de rojo pasión para su único baile prohibido, y de blanco inmaculado, ya muerta y siendo virgen. 

Sin abandonar el simbolismo que la directora ha mostrado en sus anteriores películas, La virgen roja es su cuarta película y de encargo, pero continua practicando una estética personal que pudiendo resultar de artificio, va siempre a favor de la verdadera emoción. 

Tomándose licencias sobre los hechos reales, La virgen roja se esmera en los detalles del diseño de producción -las corralas chulapas, o la caligrafía en las notas de los amantes- así como en la narración de la trama -en el Ateneo solicitando un aseo femenino porque nunca antes se había necesitado, y en esos planos de la proclamación de la República que terminan llegando al Congreso-. En la banda sonora, Guillermo Galván y Juan Manuel Latorre, que vuelve a colaborar tras Teresa -último filme de Ortiz- con esa música inquietante y envolvente que no se excede en presencia y es soberbia cuando se escucha. También la fotografía de Pedro J Márquez, destacando la secuencia del paso de la noche a rozar la madrugada, con Aurora en alerta y duermevela.

La historia ya había sido contada en 1977 por Fernando Fernán Gómez con Mi hija Hildegart, basada en el libro de Eduardo de Guzmán -quien llevó la crónica del caso-, donde el protagonismo absoluto es para la madre, de ahí el título, relatando el crimen entre flashbacks y en el juicio posterior que ocupa la mayor parte del largometraje (Aurora Rodríguez Carballeira fue condenada a 26 años de cárcel que cumplió en el manicomio de Ciempozuelos donde murió en 1955), y no hace tanto que el suceso volvió al presente con La madre de Frankenstein, magnífica novela de Almudena Grandes (2020) que recupera al personaje en tiempos de posguerra e incipiente psiquiatría, siendo llevada al teatro hace un par de años en un fantástica adaptación con Blanca Portillo encarnando a la matriarca asesina.
Sin embargo es ahora y gracias a Ortiz cuando se pone el foco en la hija -la única vez-, cediendo incluso su apodo al título del trágico cuento que se estrena, La virgen roja, trascendiendo de psicopatías y tendencias de true crime para homenajear a quien realmente lo merece, a Hildegart, a esa víctima de un sacrificio de-mente y de sangre.
Y devolviéndola a la vida en la pantalla encontramos a Alba Planas transmitiendo toda la inocencia, rabia, ternura y rebeldía que requiere su papel, frente a Najwa Nimri en un personaje que es de lo mejorcito de su carrera – porque si todavía hay una generación que se acuerda de la gran interpretación de Amparo Soler Leal como Aurora, la de Portillo es memorable para la escena española, y la de Nimri es ya inolvidable con esa mirada contradictoria y paranoica, desplegando un sinfín de sentimientos con profunda contención. Completa el reparto Patrick Criado, perfecto como el anarquista enamorado, Aixa Villagrán haciendo de la estupenda criada cómplice y Pepe Viyuela siendo Guzmán, en un rol dramático de ovación. 

Cuentan que Hildegart pervivió en lo fantasmal durante mucho tiempo.
La virgen roja consigue resucitarla, reivindicando su figura y su espíritu -presente en el Ateneo de Madrid, donde entrevistamos a la directora y a la joven coprotagonista-. 

Alba Planas (Hildegart) y Paula Ortiz, directora de La virgen roja
Alba Planas (Hildegart) y Paula Ortiz, directora de La virgen roja

Presentada en SSIFF, el filme estará disponible en Prime Video después de su paso por salas de cine.
Sea de una forma u otra, no dejen de descubrir (a) La Virgen Roja y toda su historia. 

Mariló C. Calvo

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