UN AMOR. Imponente adaptación de Isabel Coixet
Con Un amor, Isabel Coixet toma la novela homónima de Sara Mesa para realizar una adaptación tan imponente como la montaña donde ubica esta historia, dura y amarga, que lleva hasta su terreno adentrándose en el deseo, el miedo y las relaciones que dejan huella. Contando, además, con un reparto certero y una pareja protagonista que transmite la intimidad y la obsesión como pocas veces se logra ver en la pantalla, Un amor desconcierta tanto, como fascina.
El lugar, determina. Donde nacemos y vivimos, nos condiciona. Y en Un amor, el lugar lo es todo; una aldea apartada de la España vaciada, bajo el amparo y riesgo de una imponente montaña que igual parece abrazar, que tornarse acantilado, tal y como empieza el filme; con unas imágenes aéreas de vértigo, breves y bellas, que podrían ser símil de toda la cinta, pues Un amor es más rugosa y de dura escalada, que de romanticismo campestre.
Fue Santiago Tabernero -creador de la imprescindible Versión Española, entre otros logros televisivos y culturales- quien le descubrió su tierra, La Rioja, a la directora que encontró la ubicación perfecta para contarnos de una mujer con su nueva vida de pueblo, en un hogar más que ruinoso y en un entorno más que inquietante.
Nat (Laia Costa) es la forastera. La recién llegada a una vida rural tan áspera como austera, donde todo se sabe, intuyéndola temerosa por lo que arrastra y ahora también, por esa calma tensa que se respira entre esos vecinos con una habilidad impostada, que ella no termina de entender.
Sin encontrar aún su sitio en el mundo, ella es la nueva gallina del corral, emanando ese miedo que huele el lobo, que es lobo para el hombre, y toda una jauría para una mujer. Esta mujer adaptándose a la hostilidad de una casa llena de goteras por un casero (Luis Bermejo) déspota y abusador, en todos sentidos. Además de tener rondando al hippie del pueblo que se cree artista (Hugo Silva), va de sensible y es igual de zorro, la happy family del fin de semana que más que felicidad, asusta, y una pareja con el Alzheimer de por medio, con quien entabla una interesada amistad.
Pero a Nat le cuesta relacionarse y todo le resulta sorprendentemente abrumador, rompiéndose gota a gota, insinuación a insinuación, duda tras duda… Sólo un par de novedades le sacan de su ensimismamiento, como ocurre con la adopción de un perro tan arisco y perdido como ella -un can hermafrodita y maltratado, no por casualidad-, que terminará por convertirse en su verdadero compañero -acertando así el jipi con su “Ya verás como es un amor”, regalándonos casi el titulo del filme-. Y le pasa también con Andreas, el alemán (Hovik Keuchkerian), dejándole entrar y abriéndose al tipo más cerrado del pueblo; un tipo robusto y muy a su aire, en todo los sentidos, que le ofrecerá un peculiar trueque que la llevará al delirio -y al éxtasis- con todos sus sentidos.
Colándose en tal paisanaje, Coixet retrata unos personajes muy bien definidos, ya en la novela, que apenas varía con sutiles detalles, atravesando este microcosmos cargado de violencia latente con dominio del ritmo y maestría en la dirección actoral. De hecho, Hovik Keuchkerian alabando el coraje, energía y calma de la directora, le dedicó la Concha de Plata recibida por su interpretación en esta película -que además ganó el premio Feroz de la critica en el pasado SSIFF-. El actor que ha trabajado on otros grandes realizadores como Sorogoyen, se ha dejado guiar por esta gran entrenadora -tal cual la comparó- en su papel más expuesto, apuntando incluso coincidencias de su propia biografía (Keuchkerian es migrante como su personaje de Andreas).
Entre lo que vemos o intuimos, imaginamos o sentimos, Coixet va desplegando la vulnerabilidad, los celos, el deseo y los miedos de cada cual, pero en especial de Nat, quien piensa mucho, pregunta demasiado y recuerda que le gustaba bailar. Quizás porque quien baila, su mal espanta, Y ella deambula entre la obsesión, la culpa, la entrega, la espera y la desesperación. Entre el silencio y los gruñidos de esa irrefrenable pulsión a la que se agarra, aún sabiendo que arde con una simple chispa de ternura de el alemán y terminará quemándose, pues lo suyo es más de feromona, pasión animal y comunicación irracional, al menos, hasta que lleguen los dimes junto a los diretes, el propio juicio y el de los demás.
Aprehendiendo tal pulsión en el límite del aprecio y el desprecio, si hay algo que trasciende la pantalla en Un amor es la química de la pareja protagonista interpretando, además, unas sobresalientes escenas íntimas rodadas con elegancia y delicadeza, sin mostrar apenas un desnudo -sólo un reflejo, con mucho sentido- y transmitiendo una veracidad brutal que atrapa el placer y las sensaciones como pocas veces se ha visto -ya es inolvidable, la escena en la cocina con un huevo-, mostrando el deseo y la sexualidad de una mujer, a través de esa mirada femenina que reubica la de los hombres.
Keuchkerian está soberbio como el tipo cerrado, directo y de vuelta de todo, mientras Costa vuelve a estar magnífica en un personaje muy difícil en caía libre -impresionante la secuencia del teléfono-. Y si ambos protagonistas están geniales en sus interpretaciones, el resto del reparto está a la altura; Bermejo, estupendo, representando al machista autoritario (en la otra cara de su papel en Los santos inocentes). Y Silva, sorprendiendo cual seductor-obsesivo en el filo de la sutil manipulación. Así como la sibilina pareja formada por Ingrid García-Jonsson y Francesco Carril.
Un amor es un filme valiente, intenso y crudo, fiel al libro original, que puede resultar desconcertante y provocar cierto rechazo hacia su protagonista; algo huraña, complicada, derrotada, herida… Considerada por su directora cual película incómoda, sin embargo creo que muchas mujeres han vivido algo parecido en algún momento de sus vidas y se verán identificadas, en mayor o menor grado.
Coixet, experta en tratar las relaciones en sus filmes -ya sean por amor o desamor y con sus encuentros y despedidas, de por medio-, adapta imponentemente el relato de Mesa permitiéndose unas mínimas variaciones en la narración; como es el cambio en la profesión de Nat que añade un componente de conciencia social, la incorporando de la fisonomía de Keuchkerian -todo un acierto al ser un hombre tan grande como una montaña, y con una presencia más bestial que la descrita en la novela-, y de igual modo, solucionando el final con un cierre más emocional y danzante, quedándose en el aire una sonrisa amarga.
Claro, que quien baila…
Mariló C. Calvo