LA CASA GUCCI

Problemas de familia a la italiana

Los trapos sucios se lavan en casa. Pero si perteneces a una saga que apodera una de las marcas más lujosas de moda, los problemas familiares saltan de los titulares financieros a la prensa rosa y una riña de hermanos termina en la ruina total.

Sin embargo, los trapitos del conflicto junto a obras de arte, exquisitos carpaccios, mocasines con suelas internas de oro e infinitas copas, parecen menos profundos y más fáciles de lavar.

Cierto es aquello que los ricos también lloran y que en todas las casas se cuecen habas. Mas las de La Casa Gucci resultaron quemadas por los flashes y pasadas de traiciones, excediéndose tanto en grado de ambición como en los recibos pasados a cuenta de la Casa, a nombre de una marca de la que comía tutti.

Ridley Scott se basa en el libro, The House of Gucci: A sensational story of murder, madness, glamour, and greed, inspirado en los hechos reales que narran la historia de avaricia y locura, la esencia y el declive de La Casa Gucci; desde el inicio del la rocambolesca historia de amor entre la hija de un transportista y uno de los herederos Gucci, hasta el desenlace de opereta con asesinato incluido.

Claro que no es nada nuevo contar los traumas, secretos y mentiras de familias despilfarrando fortuna y legado, probando la dolce vita vs. mala vita, pero cuando añades mucho parole, rumore, algo de brujería y una vendetta de lo más cutre, vale la pena disfrutar del culebrón durante más de dos horas, con un reparto bien avenido, asombrosas recreaciones, buenos diálogos y un certero desfile de moda y épocas.

La Casa Gucci homenajea el emblema de letras enganchadas, cual bisagra inseparable, recordando el deseo de aquel botones que creó un imperio de maletas, bolsos y zapatos, con la intención de conservar la mitad de las acciones en familia, en La Casa, manteniéndola así siempre unida… Hasta que llegó ella, la única signora Gucci y la asombrosa Lady Gaga, dando vida a Patrizia Reggiani, una italiana de armas tomar, considerada una cazafortunas que logró casarse con Maurizio Gucci, cambiando su destino y el de la marca para siempre.

La cantante y actriz está soberbia interpretando a esa admiradora de Sofía Loren (como casi todas las mujeres de aquellos años) y de Maurizio (ese hijo/primo/sobrino, medio pánfilo y medio alemán), quien llegó a rechazar el apellido para luego no dejar de fardar, convirtiéndose en el último Gucci en manejar la compañía (aun cuando nadie apostaba por él, salvo ella).

Cubriendo desde el comienzo de la relación hasta el escandaloso y mediático juicio por el que fue condenada, Gaga domina y atrapa cada plano en los que aparece -tanto de choni, enamorada del lujo, cuando de novia pizpireta contoneaba las caderas, como de ambiciosa esposa y de celosa humillada, abarcando de los años setenta a los noventa. Poniendo tonada italoamericana y pasando por todos los cortes de pelo imaginables, reflejando los cambios y tendencias del vestuario -y no solo de Gucci- que bien merecerían un timelapse en revistas de moda, o en una exposición contemporánea.

Junto a Gaga, Adam Driver (el hijo único de una de las partes, con la mitad de la empresa a la vista) consiguiendo la verdad de su personaje con una sonrisa al montar su bicicleta, o con una mueca educada de desprecio ante la crisis matrimonial.

Y completando el reparto de estrellas, Jeremy Irons (que haga lo que haga, me parece que repite papel), Salma Hayek aportando comedia a la historia -con el tarot y lo lumpen- y Al Pacino, de patriarca en activo, in crescendo, alcanzando un gran momentazo de histeria en una de las negociaciones familiares.

Sin embargo es Jared Leto, quien junto a Gaga, se lleva todas las miradas.

Y no solo por las prótesis que le convierten en Paolo Gucci (ese primo/sobrino con sueños de diseñador, y el primogénito restante con el futuro del 50% del negocio), sino también por su interpretación de un histrionismo conciso y carente de alarde. Todo un acierto.

Al igual que la recreación de ambientes -con idas y venidas a New York, Roma y Alpes suizos- y el desfile de personajes, sin imitación ni parodia alguna -consulten la hemeroteca de la jet set italiana de la época y admiren el trabajo de caracterización-, descubriendo con naturalidad a Karl Lagerfeld, Claudia Schiffer, Versace y por supuesto, Tom Ford, quien se encargó de enderezar la marca arriesgando en los diseños y captando a un público más amplio.

A partir de ahí, Gucci conserva su nombre sin ser ya familia. Desde entonces, es empresa. Sin más. No obstante, no es una marca cualquiera; su lujo y glamour siempre serán valorados.

Frivolidades y excentricidades habrá hasta el final del mundo. También celos, envidias y delirios de amor. O locuras por dinero.

Mientras, el spot del nuevo perfume de Gucci, Guilty (culpable), está de moda con Leto también a lo revival, pero en su faceta de modelo/cantante.

Y entre tanto por La Casa Gucci se suceden los temas musicales, bien elegidos -ese Faith de George Michael, ya un clásico para bodas a celebrar, como la del matrimonio a la italiana de Patrizia y Maurizio-, Scott nos cuenta de todo esto y más, sin explicar en exceso y a través de pequeños detalles; mostrando un tiempo cuando la moda no era de centro comercial, existían modistas, trajes a medida y las actrices eran modelos. De cuando las top model fueron las nuevas musas, los paparazzi arriesgaban vidas y reputaciones, y Gucci se exhibía en museos. De cuando el surgimiento de las falsificaciones de mercadillo y la aparición de nuevos compradores, asiáticos y árabes, como únicas opciones a tan caras adquisiciones… Y van sumándose los aciertos. 

Para terminar, mi recomendación personal de verla. Pues parece que llega sin mucho convencimiento por parte de la crítica y una, tiende al entusiasmo.
Mas ya se sabe que casi todo es cuestión de estilo y del momento.

Lo dejo a su criterio.
Confío en su buen gusto.

Mariló C. Calvo

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