JUDY: El ocaso de una estrella

Lo normal es que si decimos Judy nos venga a la mente, a continuación, el apellido Garland. Por eso esta biografía de una de las actrices más famosas del Hollywood dorado, de ese que sí sabía darnos tres obras maestras por semana, se titula únicamente Judy: fue tan famosa que el Garland ya lo añadimos nosotros.

Pero ese no era su verdadero nombre, claro. Hubo un tiempo en el que a los actores les hacían cambiarse el nombre, el apellido o los dos. Si el estudio, al que pertenecías por contrato, no consideraba que fuera a tener gancho en taquilla, te rebautizaba. Y Judy Garland fue el nombre con el que se conoció a Frances Ethel Gumm, que nació en Minnesota el 10 de junio de 1922 y murió en Londres 47 años después de una sobredosis de barbitúricos.

La película que ahora se estrena, Judy, dirigida por Rupert Goold y protagonizada por Renée Zellweger, centra su drama, nunca mejor dicho, porque de drama anda sobrado, en los conciertos que la cantante, que también lo era, y por cierto, prodigiosa, diera en Londres seis meses antes de la fecha de su muerte.

Nadie la quería ya. Estaba tan destruida por el alcohol y los vicios que nadie quería ya contratarla, hasta que consigue, gracias a su agente Rosalyn (Jessie Buckley) que en Londres la quieran seguir viendo. Allí la adoran y si se porta bien llenará todas las funciones. Un mito que viene a cantarte no es despreciar y allí están deseando volver a aclamarla.

Lo que ocurre es que Judy ya está muy deteriorada. Y no atiende a razones. Ni los consejos de su manager actual ni de su propia familia, a la que está perdiendo por culpa de no saber cuidarla y de no tener dinero para pagar las facturas, la alejan de estar todo el día borracha. Y su talento se resiente porque su propia estabilidad se resiente. Para cantar hay que estar en plena forma, no basta con tener una de las mejores voces de la historia de la música.

La pequeña Judy (Darcy Shaw) en el estudio MGM
La pequeña Judy (Darcy Shaw) en el estudio MGM

Todo esto lo cuenta Judy, la película, con un sabor a telefilme completamente alejado de lo que nos gustaría como admiradores de aquella estrella que se fue apagando a la vista de su público.

El film, segunda película de su director tras Una historia real, con Jonah Hill y James Franco, supone un paso atrás respecto a aquella, porque si en la anterior todo era interesante y absorbente en esta solo lo es la parte de los recuerdos de Judy, los flash-back a su infancia, con los que, por cierto, comienza la película.

Solo los instantes que nos devuelven a aquella Judy que rodaba El mago de Oz son puro oro, tal vez no cinematográfico, porque a nivel de cine tampoco son acertados, pero sí a nivel documental, porque nos da, con pocas pinceladas, los datos que necesitamos para saber de dónde viene Judy Garland, la infancia tan terrible que pasó esclavizada en la Metro a las órdenes de Louis B. Mayer (Richard Cordery) y al servicio de un estudio en el que era libre para obedecer hasta la última orden, pero solo para eso.

Asistir al estrés psicológico al que sometían a la pequeña Judy deja claro que una niña sometida a ese tipo de vida no va a crecer en la mejor de las condiciones para llegar a tener una dieta sana, por mucho que de adulta sea consciente de que tiene que mantenerla. Cuando el señor Mayer te ha dicho a solas que no te pases ni un pelo, eso no se te olvida. Y no para bien.

Por eso son precisamente los retazos de la infancia los que más interesan en la película. La Judy adulta, una Renée Zellweger fabulosa, que canta –ya lo hacía en Chicago– y consigue un parecido asombroso con la Judy Garland original -también gracias al maquillaje- no porque cuanto la rodee sea fallido está menos espléndida. Y ambos, maquillaje y actriz que tiene que llevarlo, están nominados al Oscar y sobre todo ella es muy favorita a hacerse con él, pero es una lástima que esa Judy ya decadente interese bastante menos.

El esforzado trabajo de su intérprete es innegable, pero lo rodea una dirección que no está a la altura y por lo tanto no nos llena. El tramo de sus conciertos en Londres, tan mal avenidos algunos de ellos como eran de esperar, podría ser apasionante a nivel narrativo si Goold lo transmitiera con la fuerza que pide, pero se quedan en el mero telefilm sin garra en el que lo que lo que más nos acaba interesando es la relación de la estrella con una pareja gay de fans que deja constancia de la importancia que para el mundo gay tenía su persona. Su leyenda.

Y agradecemos que se nos cuente que Judy era un mito para ellos porque Hollywood suele ocultar este tipo de cosas. Cuando introduce un personaje gay es más para hacerles un favor que para respetar la realidad.

También se ocupa de la familia de Judy, novio actual incluido en una de las escenas más bochornosas de la película: la llegada de éste a la habitación de su hotel. Pero el hecho de que la historia también hable de sus hijos le aporta el toque de la madre que siempre quiso ser y las circunstancias de la vida no se lo permitieron.

Lo cierto es que la biografía de Judy Garland da para una película o para varias, pero también se merece que las que sean la traten con el nivel que ella tuvo como estrella, como actriz y como cantante. Judy, la película que nos ocupa, no lo tiene. Es más bien un biopic olvidable que uno a recordar y recomendar. No se puede. Ni lo uno ni lo otro.

Algo falla cuando lo mejor de la película es la parte en la que Judy es la pequeña Darcy Shaw. Insisto en que es lo mejor a en cuanto a narrativa, ya que Renée Zellweger está impecable, pero uno no puede, y cuando digo no puede quiero decir que no debe, ya que la película no lo pretende, salir del cine y afirmar que Zellweger está bien pero… Ese pero no augura nada bueno. Y es que Judy, como película, simplemente no es buena.

Silvia García Jerez

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