RETRATO DE UNA MUJER EN LLAMAS: Caricias de acuarela

A veces el cine se reinventa. Retrato de una mujer en llamas es una de esas películas que te recuerdan que nunca debes bajar la guardia cuando creas que estás a salvo de una historia de amor que te derrita los huesos.

Hasta la persona más fría y escéptica se verá arrollada por ese vendaval de miradas eléctricas y sensuales entre Marianne (Noemi Merlant) y Héloïse (Adele Haenel), la pintora y la mujer a la que tiene que retratar porque va a casarse y su madre, la Condesa (Valeria Golino) le encarga a Marianne el cuadro matrimonial que es costumbre realizar.

Estamos en 1770, en la Bretaña Francesa, y Héloïse acaba de salir del convento en el que estaba recluida para llevar a cabo ese matrimonio obligatorio al que no quiere enfrentarse. Por eso no se va a dejar retratar. Y por lo tanto, Marianne debe hacerse pasar por su dama de compañía, para observarla de día y pintarla de noche.

No tiene mucho tiempo, la libertad de Héloïse se acaba en breve, y el cuadro debe estar terminado para entonces. Marianne comienza su trabajo con el desconcierto de que el proceso no sea el habitual. Y cuando Héloïse ve el resultado entra en cólera. Marianne destruye la obra y hay que volver a empezar. Tiene de tiempo los cinco días en los que la Condesa esté de viaje, pero es más que suficiente para que Marianne y Héloïse no solo terminen el cuadro sino para que nazca entre ellas algo tan bello como el arte en sí.

El film está lleno de imágenes bellísimas
El film está lleno de imágenes bellísimas

Retrato de una mujer en llamas está contada con el alma. Cada plano es como un cuadro y contiene la sensibilidad de una caricia. La belleza de sus imágenes te va desarmando, al igual que sus metáforas, ese fuego que quema de facto mientras arde también por dentro  de Héloïse a medida que se entrega a lo que siente, y vamos sonriendo con ella, confirmando que el resultado de la película va caminado hacia la inmortalidad.

Conocemos a Héloïse de espaldas, huyendo, pero en realidad lo que quiere es únicamente correr, respirar la libertad de la que tan poco va a disponer desde su salida del convento hasta su entrada en un matrimonio convenido. Y solo con esa reacción nos damos cuenta de que no estamos ante un personaje convencional.

Héloïse es un mujer rota por su futuro. En este caso no es por su pasado, sino por lo que le espera. No se ha liberado, su prisión está en camino. Y debido a ella su tristeza la domina. No se muestra tal como es hasta el momento en que resulta tan evidente la mutua atracción que sienten las dos que no pueden sino entregarse la una a la otra.

Y hasta que eso ocurre, es tan bonito asistir al baile de miradas, de velada seducción, de deseo contenido, que resulta asombroso que el cine sea capaz de captar tantos sentimientos. Pero es que cuando hay una directora detrás como Céline Sciamma todo parece fácil. Pero no es fácil vibrar con una caricia cuando eres el espectador de la misma. Y Céline las rueda como si sus actrices nos acariciaran a nosotros. Es una delicia que el cine consiga ese grado de compenetración dramática.

Porque caricias son también las colocaciones de los brazos para conseguir la pose perfecta. Caricias son las miradas que no se rechazan cuando se abren los ojos y tienes al lado a quien deseas mientras te está pintando. Los ojos también pueden ser suaves yemas de dedos recorriendo la piel de la persona amada, y en Retrato de una mujer en llamas, no solo los pinceles acarician las acuarelas.

Una historia de amor apasionada y sutil
Una historia de amor tan apasionada como sutil

Retrato de una mujer en llamas también es un milagro. El milagro cinematográfico de conseguir con la sutileza  la intensidad necesaria para una historia de amor abrasante. Aquello que La vida de Adele se esforzaba por lograr con lo explícito aquí sí se obtiene a base del talento que a aquella le faltaba, a base de transmitir el dolor incluso cuando se es feliz.

El tiempo pasa. Más bien corre, y hay que detenerlo como sea, y la mejor forma es dejando constancia de lo que ahora vivimos por medio del dibujo. El carboncillo como arma cómplice para grabar las cosas no solo en la memoria. El selfie de entonces se hacía con espejos, no a través de ellos. Y en un momento el rostro queda dibujado. Donde pueda ser, en una lámina o en las páginas de un libro. Toda superficie es válida si va a permitirnos recordar a quienes queremos.

Retrato de una mujer en llamas ganó el premio al mejor guión en Cannes. Lo firma su directora, que nos muestra, además, una estructura valiente, un prólogo que no retoma, con un cuadro que nunca veremos dibujar. Cualquier película norteamericana nos mostraría el proceso, pero es que no hace falta, no es eso lo que Célinne nos quiere contar.

No nos habla del cómo se hace sino del qué se llega a hacer. Si acaso, del cómo nace la necesidad de pintarlo, de retener físicamente, no solo en la memoria, un momento que por mucho que pase el tiempo nunca olvidará al ángel que corría desesperado hacia un acantilado y que poco después se desharía entre risas tanto de noche como de día, marcando para siempre un antes y un después en la felicidad de sus vidas.

Silvia García Jerez

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