EL REY LEÓN: El Rey de Disney
Me van a disculpar. Si quieren una crítica objetiva de El Rey León (2019) no es este el lugar ni el momento. Avisados estáis. No viene al caso que `El Rey León’ (1994) sea la película de mi vida. De mi infancia también. De la mía y de la millones de niños alrededor del mundo.
Con esto quiero decir que la ilusión podría haberme recorrido el cuerpo desde su primer tráiler hace ya meses. Pero no. Era miedo. Miedo involuntario generado primero por las expectativas y después por el insufrible musical de la Gran Vía madrileña. ¡Qué hicieron con ella, qué desastre!
Por lo tanto el miedo ha sido el sustituto natural de mi hemoglobina en vena. Uno, que tiene cierta edad ha aprendido a temer antes que a ilusionarse. Quizá sea un método ancestral de la evolución natural para que la decepción pese menos. No lo sé. Lo que sí es cierto es que ese temor y casi decepción anticipada a veces puede hacer aflorar a ese niño que nos acompañará para siempre, digan lo que digan.
No hace falta contar de qué va esto. Si no has visto la versión de Disney de animación de los años noventa, insisto, este no es tu texto.
Ahora ya es cuando me descubro. No me importa. Minuto dos y ya estoy llorando. No es que se me haya caído una lágrima, es que ya estoy llorando a moco tendido. Mi verdadero ciclo sin fin cada vez que veo la película.
Sé que debo atenerme a otros aspectos esta vez. No somos bobos y sabemos de sobra que como la versión animada no habrá nunca nada igual. Con ello empiezo a flipar. El famoso fotorrealismo es increíble. Verdaderamente espectacular. En favor de los `haters’, que los hay y habrá (muchos) debo decir que tiene un factor contradictorio, y es que cuanto más real es, menos emociones transmite. Un claro ejemplo son las hermanas: El libro de la selva, Mowgli, Aladdin, La Bella y la Bestia. A cada cual vas vacía y por consiguiente peor. De ahí el miedo.
Minuto 15 y la melena al viento de Mufasa (repite James Earl Jones de la original en V.O.) ya me ha vuelto a conquistar, y yo, como quinceañera inocente me dejo seducir por el chico que me gusta de siempre del cole. Me hago la dura pero caigo.
Antes de nada voy a dar las gracias a Jon Favreau, que ha mantenido intacta una fidelidad ineludible. Respeto eterno por la obra de Rob Minkoff y Roger Allers. Ha calcado casi plano a plano la obra maestra, intocable e imprescindible.
Ahí su mayor acierto. No creo que sea cuestión de pereza o poco atrevimiento, la palabra es respeto. La responsabilidad era mayúscula.
Entre estampidas, rugidos, deslealtades y amor, sigo emocionado. La BSO se mete de nuevo en mí. Las canto todas. Y sí, han cambiado alguna palabra. Me da igual. Canto y río… y lloro.
La película alcanza su cota más baja en la escasa empatía de Timón y Pumba. Bien interpretados pero carentes de esa energía de los dibujos a hechos a mano. Sin embargo, ¿Sabèis una cosa? Tampoco me importa mucho. Estoy perplejo con el trabajo de CGI. Los elementos naturales introducidos por ordenador, los paisajes, las cascadas, el entorno… es alucinante.
Llega Beyoncé. Un escándalo de tomo y lomo. Los actores allí casi todos cantan y bailan y doblan… las/os cantantes interpretan y bailan y te hacen un souflé. Aquí en España… bueno, es otro tema.
Termina la noche del amor y lloro. Otra vez y ya van…
Todo fluye y tras dos horas de metraje con un cambio que no me gusta mucho y con ‘La Roca del Rey’ a todo trapo, pasa mi infancia en diapositivas (jajaj a mí, no en pantalla después de alzar Rafiki al hijo de Simba). Ahí me doy cuenta de que, si tenía alguna duda, es mi película favorita.La que cicatrizó mis primeros traumas y me hizo tararear las primeras canciones. La que me enseñó que la vida hay que disfrutarla pero plantando cara a los problemas.
Esta película es buena, porque la original es estupenda. El tributo de Favreau no puede ser más acertado. La versión es una reverencia en sí misma a la original, acompasada por el inagotable talento del compositor Hans Zimmer.
Me he reencontrado conmigo mismo al verla. Y, sinceramente, espero que también os pase porque es una experiencia increíble. Ese reencuentro con el niño que llevamos dentro que nos canta la banda sonora de nuestras vidas y que nos susurra al oído: “Vive y sé feliz.”
Juan Ignacio Ocaña