El regreso del cine clásico
Cada año se estrenan decenas, cientos de películas. La mayoría no son más que eso, películas. De casi todas de las que tuvimos noticia, o incluso llegamos a ver, nos olvidamos. Así es cerebro humano, selectivo, a pesar del tiempo invertido en intentar colocar aquello que vemos en un lugar privilegiado, no tanto por la obra en sí, que allá ella, sino por nosotros mismos, para no admitirnos que perdimos el tiempo dedicándoselo.
Pero hay un grupo de títulos selectos que son mucho más que películas. Son eso que con tanta alegría llamamos cine y que gran parte de las veces ni se le acerca. Porque el cine con mayúsculas, el arte que nos hizo amarlo, no es tan común de encontrar en estas décadas. Lo parece, pero solo es un baño de oro, una ilusión que con los años, al recordarlas, se diluye y de la que poco o nada acaba quedando, y Steven Spielberg, este 2015, nos ha regalado una pepita. Un tesoro en medio de tanta arenilla.
Lo ha hecho con El puente de los espías y hay que darle las gracias por ello. Porque a Clint Eastwood, durante mucho tiempo conocido como «El último de los clásicos», se le está cayendo el apodo y alguien tiene que ofrecer la grandeza que él lleva años sin darnos, acumulando tantas películas fallidas desde aquel inconmensurable Gran Torino, su última obra maestra hasta la fecha.
Spielberg, por el contrario, ha recuperado la genialidad que habitualmente se le adjudica por defecto, ruede lo que ruede, aunque se prefiera, cómo no, su faceta más comercial. La lista de Schindler, considerada una de sus mejores películas, no lo era demasiado, comercial, quiero decir, pero nuestro listón la aceptó como tal cuando hubo de rendirse a la evidencia de que su temática también podía estar al servicio de una producción exquisita y admirable.
Con Lincoln lo que más ganó fueron enemigos. A casi todos pesó la verborrea técnica incontenida de un film que reflejaba el momento histórico en que los esclavos estadounidenses dejaron de serlo, pero hubo quienes, en nuestra escasa minoría, apoyamos tan sentido homenaje. No cabía esperar otra cosa de un proceso tedioso y complejo. Lo suyo era reflejarlo como los libros afirman que tuvo lugar, y eso hizo Spielberg. Lo que ocurre es que no lo calificó de documental.
Ahora, de la mano de los hermanos Coen, que firman otro gran guión tras su fabulosa A propósito de Llewyn Davis, Steven Spielberg pide paso para situar su nueva película en lo más alto de cuanto se ha estrenado en estos doce meses. El puente de los espías es un lujo en medio de una cartelera llena de cine rutinario, hecho para contentar al minuto, no a la historia.
Con la ayuda de uno de esos actores que son tan excelentes que jamás se citan entre los mejores porque su naturalidad los sepulta en el bosque del histrionismo generalizado, Tom Hanks emerge por derecho propio sobre una multitud que podemos imaginar luchando con el director, el que sea que le toque, para que en pantalla tenga algo más que hacer que responder con una mirada o una sonrisa. Hanks, con tan poco, ya está cumpliendo de sobra.
El ganador de dos Oscar al mejor actor consecutivos, hazaña que solo ha logrado también Spencer Tracy, interpreta a James B. Donovan, un abogado que en plena Guerra Fría tuvo que defender a un espía soviético para que su libertad facilitara el intercambio con ellos de un piloto americano retenido por las líneas rusas.
Rudolf Abel, cliente de Donovan, es Mark Rylance en esta ficción basada en la realidad y su aportación a la película es una mezcla tal de agudeza e ironía que no podemos apartar los ojos de su presencia. Él sabe quién es, por qué está ahí y a qué ha de atenerse. El resto no depende de él, y verlo asumir esa situación es uno de los puntales de la película.
Pero El puente de los espías tiene unos cuantos más. Podría decirse que todos, incluyendo la banda sonora de Thomas Newman, que sustituye a John Williams debido a un pequeño problema de salud ya superado. Por lo tanto, será bonito recordar, como hoy lo hacemos con las grandes películas que antaño viéramos en cines llenos, el momento en que descubramos esta joya, en la que si bien encontramos un arranque portentoso, el tramo final no consigue menos nota, con una secuencia que nos absorbe hasta hacernos partícipes de lo que en ella ocurre. No es fácil, en estos tiempos de montajes frenéticos y de escasa dedicación al detalle, enfrentarse a semejante deleite visual, contenido y emotivo a partes iguales, en la medida exacta en la que la forma y el fondo lo requieren. Cine adulto nos contempla, o mejor dicho, contemplamos cine adulto, una rareza que no se suele aplaudir como merece, pero que siempre estará ahí, esperando a ser reconocida.
Silvia García Jerez
@Silbidos