¿Y si nos enamoramos de Scarpia?: incompetencia sexista

El último día de la campaña electoral, la Sala Verde de los Teatros del Canal está a reventar. En la cola, un público de mediana edad habla de nervios, política y feminismo. Que si El Coletas esto, que si Errejón lo otro. Ni rastro del perrito con olor a leche de Albert Rivera o los SMS con faltas de ortografía de Pablo Casado. Ya en el interior, con las luces apagadas, se susurra la palabra ‘VALENTÍA’ como si ¿Y si nos enamoramos de Scarpia?, el espectáculo que va a comenzar en breves instantes fuera arriesgado y voraz. Dentro luces: en una sala de ensayo, un director musical (el tenor Antonio Comas) repasa con una de sus sopranos (excelente María Rey-Joly) el repertorio para una gala benéfica. Es pasado un rato cuando aparece su compañera (sobresaliente Carmen Solís) y, entonces, el retrato burlesco del movimiento feminista acaba por detallarse.

Todo son risas. Qué digo risas: HILARIDAD. La mujer de mi derecha se regocija en sus propias carcajadas y se retuerce en su asiento con ligereza. A veces, me da patadas de manera inconsciente y yo pienso en pedirle que profese el jolgorio por dentro, es decir, de la misma manera en la que yo resuelvo cada verso: una puñalada a todas las mujeres que alzan la voz a diario en nombre del acoso.

La iluminación me permite leer con claridad el dossier artístico, así que me agacho y, con cuidado, cierro la cremallera del bolso. Releo el nombre del dramaturgo una y otra vez. «Dramaturgia: Albert Boadella y Martina Cabanas». Albert Boadella. Albert Boadella. Albert Boadella. Lo repito en mi cabeza una y otra vez. Ni rastro -silábico- del innombrable S.A. pese a su ideario protagonista. A mí me gustaría que pusieran sus iniciales en la sinopsis o qué se yo, en agradecimientos, porque las referencias son evidentes. Es como si E. no diera las gracias por el fuego a Benedetti de manera pública o C. no lo hiciera con Cortázar.

La premisa operística es la base verbal de la reyerta. Un director machista y hambriento y dos mujeres. Una, alienada y frágil y de ligereza argumental. Otra, un retrato satírico y ofensivo de la reivindicación. Recuerdo cuando, hace pocos meses, varias mujeres acusaron al tenor Plácido Domingo y él se armó de valor como para escribir estas líneas en Twitter: «O sea, que no le propinó un guantazo como cualquier mujer sensata que no desea ligar». O: «Las manos de un macho no están para estar quietas, precisamente. De lo contrario, los humanos no existiríamos como especie». Comienzo a temblar; es miedo. Pienso en todas las mujeres que, desde octubre de 2017 se han sumado al #MeToo. Pienso también en Estela, María, Lucía, Laura y en otras tantas que pidieron que su nombre se tachara. También por miedo.

El dúo Boadella-Cabanas, en un alarde imaginación, se apoya en la descontextualización, por ejemplo, de Madama Butterfly. En las metáforas artísticas, en las licencias históricas y en una reflexión vacía en la que, según el público: «plantea cada vez situaciones más disparatadas». O lo que es lo mismo: misóginas y humillantes. A dos días de la debacle electoral. Feliz fiesta de la democracia. Sigamos bailando en el infierno.

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