SPENCER: La jaula de la angustia
No es fácil poder ver una película como Spencer. Primero porque no es fácil de ver, por su opresión, por la angustia que provoca, por su narrativa, que mezcla acertadamente la realidad con la pesadilla que vive Diana de Gales en el último fin de semana previo al divorcio de su matrimonio con el Príncipe Carlos, y segundo porque no es habitual encontrar películas de este calado dramático y psicológico en la cartelera.
Spencer, apellido de soltera de Diana de Gales, es la segunda película del chilena Pablo Larraín en su periplo personal por las biografías de mujeres imprescindibles en la Historia, que comenzó con Jackie y convertirá en trilogía cerrándola con la de alguien aún por confirmar.
Si en Jackie nos daba la visión desmitificadora, como esposa vulnerable, de una recién enviudada Jackie Kennedy, interpretada por Natalie Portman, en Spencer, Diana aún está casada pero es su último fin de semana antes de tomar la decisión de dejar de estarlo. Dos mujeres tan diferentes, con posiciones destacadas en la vida por los hombres con los que están, y tan parecidas en cuanto a tener que luchar por una intimidad que no es pública pero cuya imagen pública se ve deteriorada por lo que los demás esperan de ellas.
Porque cuando no estás bien no hay nada que esté bien. Diana luchó por seguir en su matrimonio pero en el film de Larraín la vemos observada, atosigada, intentando tomar la iniciativa a la hora de ser ella quien marque la educación de sus hijos. Pero constantemente es anulada y comparada con Camilla Parker, con quien incluso el Príncipe Carlos le hace compartir regalo, comprándoles a ambas el mismo collar de perlas. Precioso, sí, pero si su marido continúa demostrándole que ella está en segundo lugar, el matrimonio solo puede fracasar.
Spencer relata, con la sutileza de la elegancia, la barbaridad que supone el rechazo a lo diferente dentro de un organigrama de convencionalidades a las que uno no se termina de ajustar aunque deba hacerlo. Si no entras en los esquemas de la Familia Real has de salir de la foto, pero quien aparezca en ella ha de aceptar sin rechistar lo que conlleva. Y Diana solo quería aceptar a Carlos.
Hay una escena muy elocuente en Spencer: La Reina Madre le dice a Diana que el retrato más importante de todos es el que te hacen para aparecer en los billetes. Eso te convierte en moneda de cambio y ya no hay quien lo pare. Una vez estás en ese puesto lo importante es tu cargo. Tú no. Y Diana, en aquel entonces, tenía por delante ese mismo futuro.
Era una Ana Bolena. Así se ve a sí misma cuando se introduce en la vida de la reina consorte de Inglaterra por su matrimonio con Enrique VIII entre 1533 y 1536, gracias a un libro biográfico que aparece en sus dependencias y al que se consagra como vía de escape porque ella era, en otro siglo, su misma imagen, la de la desesperación. Ana Bolena era la única que podría haberla comprendido.
Larraín mezcla en Spencer este universo tan personal y lo hace subjetivo, para zambullirnos de lleno en lo que Diana sentía, para transmitirlo de forma que nosotros también comprendamos que estaba atrapada como un faisán que va a ser víctima del tiro de escopeta, actividad al aire libre que organizan los hombres de la familia como parte de sus reuniones.
Spencer comienza, de hecho, con un plano a la altura de uno de ellos, muerto en la carretera que da acceso a la enorme casa de campo de la familia Real. Los coches van llegando para pasar el fin de semana y el pobre faisán está ahí, a merced de las ruedas que aplasten su cuerpo ya tiroteado. Toda una metáfora del paralelismo que Diana va a sentir más adelante.
Ese inicio nos va dando la pista de que Larraín va a repetir el estilo narrativo de Jackie también con Diana, va distorsionando su imagen con la fotografía, llenando los planos de niebla o de oscuridad que ilumina con velas, con la óptica de la cámara, con el vestuario, con la dirección artística y esos largos pasillos que tiene que recorrer para huir de una cena que no es como ella esperaba, con la banda sonora de Jonny Greenwood que forma parte, con sus notas opresivas, de la batería de recursos para estrangular a su protagonista. Y funciona. Porque si nosotros nos quedamos sin aire asistiendo a este repertorio de técnicas que van empequeñeciendo a una mujer enorme, es imposible que a ella no le afecten.
Kristen Stewart le da vida en esta versión rodada para la gran pantalla. Recientemente lo ha hecho Elizabeth Debicki en la serie The Crown, y otras la interpretaron antes, pero ella será inolvidable. Destaca por encima de las demás porque lo que ha conseguido es, sencillamente, prodigioso.
Kristen se ha preparado a conciencia su trabajo, incluyendo un acento que estuvo perfeccionando durante seis meses para acercarse lo máximo posible al habla de la Princesa. Y la logra. Es como si la estuvieras escuchando en la famosa entrevista en que relataba lo que había sido su matrimonio con Carlos: su tono, su rapidez al pronunciar cada frase, su acento británico cerrado… en todo resulta ser una Diana perfecta.
También en su aspecto Kristen acierta: su elegancia llevando todo tipo de vestuario, a cual más bonito, por cierto, firmado en buena medida por la casa Chanel, marca icónica para la Princesa, incluyendo el blanco que sirve de promoción en uno de los carteles que se han elaborado desde el inicio del marketing de la película de cara a su presencia en festivales.
Ese vestido, diseñado por Karl Lagerfeld en la década de los 80 y reconstruido por completo para esta película gracias a más de 1.000 horas de bordado a mano, que marca a Diana cuando la vemos metida en él, es tan espectacular que Larraín consigue lo que se propone al mostrar a la Princesa con él puesto mientras se derrumba en el baño: que reconozcamos el dolor de quien, yendo tan maravillosa, no es capaz de que le importe lo bien que está por fuera porque prevalece lo que siente por dentro.
Y cómo se mueve Kristen. Interpreta a Diana con esa cabeza ladeada que le era tan característica, con su actitud pública tan tímida y sus escasas fuerzas para defenderse en privado. Es como si volviéramos a ver a la Princesa en los momentos en que ahora sabemos que tanto había sufrido. Y no, no estaba loca, como quería hacernos creer la familia de su marido, estaba deseando perderlos de vista.
Pablo Larraín ha logrado una película que es una joya, igual que el collar que Diana tanto ama y odia a la vez. Amamos su figura, su fortaleza para tomar una decisión tan impopular y odiamos su situación, verla pasando tanto miedo metida en esa jaula llena de lujo.
Uno sale de ver Spencer conmocionado, sintiéndose parte de quienes apoyan a Diana como un icono, admirando el talento de su director para transmitirnos de la forma más elegante el horror de lo conocido, que a veces es el peor terror posible porque no hay escape ni puedes despertar de la pesadilla. Pero nosotros sí podemos salir de la sala de cine, y lo hacemos aplaudiendo.
Silvia García Jerez