SILENCIO
Los caminos del Señor…
Scorsese llegan hasta el inescrutable Japón con una brutal confesión de fe.
Su última película nos transporta hasta Oriente, cuando aún era más lejano y acontecían esas otras misiones cristianas, fuera de aquella selva que sonaba a Morricone en el Nuevo Mundo.
Y es en el otro extremo, sin apenas música y en paisajes de auténtico grabado japonés, donde el director alcanza la profundidad de esas cuestiones religiosas que siempre le han preocupado, como buen italo-americano que es.
Basada en la novela del mismo y rotundo título, Silencio recorre durante más de dos horas el periplo de unos jesuitas en el país nipón, allá por el s. XVII. Un silencio que empapa todo el metraje y lo llena al final.
Un silencio para no hacer ruido y no ser descubiertos. Un silencio para creer en secreto y callarse cuando ya no sirve hablar. Un silencio para escuchar a la Naturaleza y también para oírnos, carentes de respuesta, para llegar a la verdad.
Pues tras la verdad, sólo queda el silencio.
Un silencio ondulado donde resbalan valles y ecos, y que inclina las frentes hacia el suelo… Todo se ha roto en el mundo, no queda más que el silencio… Y lo dijo Lorca, que nunca estuvo allí; en esa ciénaga de modos feudales y maneras militares en los confines de Asia, donde nada parece arraigar y se renuncia a la fe para creer.
Un silencio no ausente de diálogos y con un narrador casi omnipresente, para una historia poco conocida pero de esas de memoria histórica. Un viaje sin retorno para el par de sacerdotes que deben encontrar al padre Ferreira; único superviviente de toda una comunidad de jesuitas en un entorno rural y budista, donde se consideraban proscritos a quienes veneraban cualquier imagen de Jesucristo -y como aquellos primeros de las catacumbas, estos kakure kirishitan (cristianos ocultos) viven su fe en la clandestinidad, en ese otro mundo y en otro tiempo-
En esa lucha continua encontramos a Ferreira (Liam Neeson, al que no me termino de creer) y a los jóvenes evangelizadores (Adam Driver, estupendo, y Andrew Garfield, conmovedor), enfrentándose a un cruel inquisidor -a destacar- con sus circunstancias de rango y época.
Silencio no es una película fácil y requiere algo de esfuerzo por parte del espectador; no obstante, es un relato de dudas existenciales y crisis espiritual, que atraviesa irregularidades hasta su final, emocional y sublime, adquiriendo el significado pleno de la palabra.
Mucho más reposada y reflexiva que las habituales del director, Scorsese resulta más místico con las obsesiones católicas a las que nos tiene acostumbrados -esa imaginería de crucifixión en Malas calles, Toro salvaje, Taxi Driver, Uno de los nuestros…-, reduciendo toda su parafernalia a la esencia misma de una simple cruz y al reflejo de uno como espejo de Dios.
Si en las anteriores todo lo que le envolvía eran reflexiones sobre la religión cristiana, Silencio es toda una confesión. Y creas o no, Scorsese consigue aprehender la fe.
Silencio habla de lo inexplicable, intangible y casi irreal; como esos japoneses en el país del sacrificio y los martirios -que ríete de los chinos-, sin temor a la muerte por el Paraíso del cielo prometido -que no el Nirvana- de una religión de resignación y dolor.
Épica y profunda, sí, como reza la promoción, pero no se dejen apabullar por las críticas que siempre conllevan decepción; sencillamente, vayan a verla.
Scorsese no tiene que demostrar nada.
Nos han dejado filmes que son obras maestras, practica muy buenas bandas sonoras en su filmografía y hasta hace series de televisión -las de gangsters mejor que las del Vinilo, aunque le sobra gusto y experiencia en ambos estilos-; pero además, sabe mucho-mucho-mucho de cine y son memorables sus documentales de cinéfilo.
Silencio le rondaba la cabeza desde hace treinta años y parece que cierra una trilogía junto a La última tentación de Cristo (dentro de la lista negra del Vaticano) y Kundun (su homenaje al Dalai Lama); pero en Silencio, el cineasta-maestro de elegantes movimientos de cámara con sus planos secuencia y sus trasfocos, logra con un par de panorámicas y mucho encerramiento, redimirse y liberarse… Como buen católico-fracasado que es -según sus propias palabras-.
Le ha llevado su tiempo convertir en película la búsqueda del apóstata perdido, pero intuyo que además de la catarsis personal, Scorsese como gran narrador social que también es, observa el reciente protagonismo de las distintas religiones y esas guerras en nombre de sus dioses -como en aquellos siglos- que vuelven a estar muy presentes en la realidad y la ficción, eligiendo Silencio en el momento justo.
No hace mucho, la película italiana Si Dios quiere nos invitaba a querer creer, casi como Unamuno y en clave de fábula, mientras este drama de Silencio nos regala el poder creer y nos recuerda el poder de la fe; que como en la ciencia ficción de J. Nolan y JJ. Abrams en su Westworld, apunta a una evolución espiritual, más intelectual y consciente del dios dentro de nosotros mismos, frente a la emocional – y quizá más arriesgada- de la serie de Sorrentino, con su Joven Papa planteándonos la verdadera cuestión; que no es ya la existencia de Dios, sino su necesidad en la sociedad.
Y así, en tierra extraña, y entre la verdad os hará libres -de la Biblia- y a veces, el silencio es la peor mentira -de D. Miguel-, Scorsese se queda en Silencio.
Para terminar, me queda sólo parafrasear al gran director y me callo.
No veo conflicto entre la Iglesia y las películas, entre lo sagrado y lo profano.
Creo que hay espiritualidad en las películas, aunque sea una fe sustitutiva.
Mariló C. Calvo