RICARDO DARÍN: uno de los nuestros
Ricardo Darín es argentino pero a veces lo olvidamos porque queremos olvidarlo, porque en nuestro corazón él es uno de los nuestros. Un español más, otro de los grandes actores españoles entre quienes se mueve con la soltura del que ha sido bien acogido, de quien es respetado y admirado y a quien se le da los mismos premios que a los compañeros de profesión del país en el que trabajó.
Y es que Ricardo Darín es una garantía. No siempre se pueden hacer las mejores películas, nadie tiene una carrera absolutamente perfecta, pero Darín puede presumir de contar con aciertos antológicos y títulos que forman parte de nuestra vida, y no a todos los actores le pasa algo ni remotamente parecido.
Si gustas al público no aciertas con la crítica. Si a la crítica le entusiasmas, probablemente el público no conecte contigo. Lograr la simbiosis es complicado pero Ricardo Darín, salvo en contadas ocasiones, suele poner de acuerdo a unos y a otros y recibir alabanzas que lo coronan como un Dios de la gran pantalla.
Pero inició su carrera profesional en la pequeña. En 1960 y en la televisión de su país y prácticamente en ella siguió de modo continuo hasta que Jorge Pellegrini, su personaje de El mismo amor, la misma lluvia (1999), la bellísima cinta romántica de Juan José Campanella, lo comenzara a señalar, cual Neo en Matrix, como El Elegido.
20 años tardó en convertirse en una estrella pero desde que lo logró no ha dejado de brillar. Nueve reinas, en el año 2001, hizo de Ricardo Darín un nombre conocido que El hijo de la novia, que llegó a las carteleras tres meses después, acabó de consolidar. Norma Aleandro y Héctor Alterio eran los novios de la referida cinta, pero Ricardo fue ese hijo al que el título hacía referencia y al que, una vez más, Juan José Campanella dio la oportunidad de destacar. Y de volar.
El Oscar no llegó con esa, aunque se quedaron a las puertas (ganó la bosnia En tierra de nadie, incontestable reina de la noche en la categoría de película extranjera), no, no fue hasta casi una década más tarde que Hollywood se rendiría a su cine con El secreto de sus ojos… gracias, nuevamente, a Juan José Campanella. Hay tandems que si fueran norteamericanos se compararían con los de Steven Spielberg y Tom Hanks o Martin Scorsese y Robert de Niro o Leonardo DiCaprio en según qué momentos de sus carreras, pero que al ser de otras latitudes se pierden en el océano de los grandes equipos que no se recuerdan porque no se les dio la suficiente importancia.
Nosotros se la dimos al cine argentino, pero relativamente. En cada película que estrenaban se buscaba la nueva El hijo de la novia y tanto Kamchatka como Luna de avellaneda se acercaron a ese espléndido reconocimiento, pero El aura resultó ser demasiado sobria, muy alejada de los convencionalismos comerciales, y el éxito que merecía se escapó, y con él el de otros títulos como Carancho o Un cuento chino que a pesar de su presencia solo encontraron eco en los incondicionales de su talento.
José Luis Cuerda lo llamó para La educación de las hadas y Fernando Trueba lo quiso para El baile de la Victoria, cintas fallidas que empezaron a traer a Darín a España, y la sensacional Una pistola en cada mano, de Cesc Guy, lo acabó de bautizar en nuestro cine y lo unió por primera vez a Javier Cámara, compañero imprescindible en Truman, también de Cesc Guy, gracias a la que Darín ganaría primero la Concha de Oro compartida con Cámara en San Sebastián y más tarde el Goya al mejor actor.
Ricardo Darín ocupa un lugar entre los grandes. Ese gesto torcido de quien escucha hablar de cine español y no lo asume como una industria llena de grandes obras y con el potencial para regalarnos muchas más, cintas que, no falla, resultan ser más admiradas fuera que dentro de nuestras fronteras, ese gesto tan indeseable como injusto no se repite cuando se matiza que en tal película es él uno de sus intérpretes. Se le admira tanto que se da por hecho que si eligió un guion para trabajar aquí es porque éste contiene la base sólida que únicamente un actor de su categoría sería capaz de aceptar.
Pero no hay que mirarlo de esa forma, sino de la que afirma que Ricardo Darín es un hombre de mundo que ha visto en el cine español un complemento perfecto para su trayectoria. Y como tal, no solo la Academia recompensó su valía, tras una primera candidatura por su participación en la producción de los hermanos Almodóvar Relatos salvajes, y su inolvidable personaje Bombita, sino que ahora, el festival internacional de San Sebastián, el más importante de nuestro país, lo reconoce con un Premio Donosti.
Esas farolas plateadas que recibieron Gregory Peck, en primer lugar, en 1986, y posteriormente Bette Davis, Jeremy Irons, Vanessa Redgrave… suponen una distinción estratosférica a la carrera de un actor. Conseguir un Premio Donostia es ponerlo en lo más alto de los certámenes de un planeta en el que ni faltan festivales ni hay muchos con esa categoría.
Claro está, no viene solo a recogerlo, trae con él su último estreno, La Cordillera, de Santiago Mitre, guionista de Carancho y director de la aplaudida Paulina, y aunque no se trata del mejor film del homenajeado sí es una buena muestra del tipo de personajes intensos y carismáticos a los que nos tiene acostumbrados.
Ricardo Darín se convierte así en uno de los nuestros, al igual que el mítico título español de Good fellas, de Martin Scorsese. Si Darín fuera norteamericano no es de descartar que hubiera trabajado con él. Los grandes, entre los grandes, se reconocen y se atraen. Por eso ha querido formar parte de nuestro cine, y por eso se lo agradecemos en el lugar de España donde el cine, diez días al año, es lo más grande del mundo.
Silvia García Jerez