ORO: la furia de la conquista
Oro, la quinta película de la nada extensa pero sí muy fascinante filmografía de Agustín Díaz Yanes, supone un auténtico viaje a las Indias bifurcado por un lado en la ruta por el Amazonas de los conquistadores que buscan Teziutlán y por otro en la travesía interior por la que estos héroes atraviesan, en un fuego cruzado entre ellos mismos.
Desde Sanlúcar, un grupo de treinta hombres y dos mujeres llegan a las Tierras Nuevas para encontrar la ciudad de la que, dicen, sus tejados están hechos de oro puro, con el objeto de salir de la pobreza y no morir como hidalgos que deben, en vida, hasta el alma.
Las complicaciones que se van encontrando a lo largo del trayecto, los odios, las envidias, las expectativas que van ensombreciendo hasta las mejores y más altruistas acciones, son las que van a terminar guiando las intenciones de cada uno de ellos. El grupo, sin dejar de luchar por la meta que lo llevó a emprender la aventura, se enfrentará más que con sus sueños, con sus pesadillas.
Basada en un relato inédito de Arturo Pérez-Reverte, Díaz Yanes se une de nuevo al escritor tras la controvertida pero exitosa adaptación de la saga Alatriste, y el resultado es una película de aventuras que se acerca mucho más a la perfección que aquella, con un reparto, tan sobresaliente como el que tenía Alatriste, en auténtico estado de gracia.
Es una alegría que Oro venga, en el orden de las películas rodadas por su director, inmediatamente después de la fabulosa Solo quiero caminar, porque al ser Oro una cinta tan destacada forma una continuidad, aunque con casi diez años de diferencia en el tiempo, con la calidad que aquella demostró tener.
Agustín Díaz Yanes firma con este título un relato lleno de rabia, de impotencia por una meta que cuesta alcanzar y por todo lo que va quedando en el camino, ya sean hombres o voluntades. Pero también un bello fresco de camaradería, de respeto ante personas, decisiones y actos que lo merecen.
El guion de Oro, que puede parecer convencional en cuanto a lo narrado, no lo es en absoluto desde el momento en que pasamos del argumento al desarrollo. El cine de aventuras se transforma en un western, en duelos visuales y dialécticos, y Díaz Yanes los rueda con una maestría en la que cada frase, cada palabra, cada respuesta, cada tono tiene una intención distinta, específica, y le van dando a la película un cuerpo que además de engordar su calidad estiliza su prestigio.
También el trabajo de Agustín Díaz Yanes detrás de las cámaras logra la maestría en la composición de los planos y en la dirección de actores no solo a nivel interpretativo sino orquestando sus movimientos y sus intervenciones con las hechuras de cine musical, en una auténtica coreografía en la que todos tienen su lugar y se ubican en la pantalla con la fluidez que les manda su función en la escena. Desde el principio de la cinta las esquinas de la pantalla sirven para dar entrada a los personajes, así como para despedirlos, mostrando decisiones a nivel de dirección insólitas y sobresalientes para el género.
Uno siente que está en buenas manos, aquellas con las que Agustín Díaz Yanes confeccionó Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto, film del que era un spin-off Solo quiero caminar. Las que dirigieron uno de los mejores trabajos de la Victoria Abril de los noventa y que moldean ahora los talentos de Raúl Arévalo, José Coronado, Óscar Jaenada y tantos otros intérpretes entre los que no conviene dejarse a Bárbara Lennie, una actriz inconmensurable que ya tiene un Goya por Magical girl pero que podría contar con otros tres si la competencia a la hora de votar no hiciera indispensable la rotación.
Otro de los logros de Oro, además de su fotografía, de Paco Femenia, su vestuario, de Tatiana Hernández, o su maquillaje, obra de un departamento admirable que nos sobrecoge con la profusión de violencia que la cinta tiene, es su banda sonora. La compone Javier Limón, que ya trabajó con Agustín en Solo quiero caminar, y que aquí también lo hace: camina junto a nosotros con sus compases y nos va acompañado durante el trayecto, como un conquistador más, envolviéndonos en su sabor colonial y sus ritmos indígenas.
Oro es un acontecimiento. Ir comprobando que todo funciona en un largometraje es un hecho que como espectador experimentamos pocas veces. Y aún menos la sensación de que la plenitud es tanta que la película puede volar sola, es decir, que si hasta entonces ha conseguido elevarse de ese modo, no será difícil que continúe a la altura lograda y que luego descienda cómodamente para finalizar con la precisión con la que ha ido manteniendo el metraje.
Silvia García Jerez