EL OLIVO de Iciar Bollain
A LAS RAICES
Parece una película pequeña, casi sencilla, pero El Olivo es algo más grande que un bonito film. Capas y pliegues que van expandiéndose durante su metraje como la copa y tronco del fastuoso árbol del título, sí, y como en el buen cine también, con gestos reconocibles y detalles apenas imperceptibles que se recuerdan una vez acabada, enraizándonos a lo importante, a ese algo necesario de contar y ver.
La nueva película de Iciar Bollain vuelve a fijarse en la realidad para junto a su pareja Paul Laverty, construir una estupenda fábula ecológica, social y familiar en una optimista road movie. Porque en El Olivo vamos desde Castellón hasta Alemania viviendo una tierna aventura que cual metáfora, expone las consecuencias -y otra más de esta crisis que no nos deja crecer- de aquel expolio de árboles milenarios en la España del boom inmobiliario.
Impensable la filmografía de ambos sin la óptica social, ya sea en ficción o documental, dirigiendo ella siempre a las mujeres de frente (Te doy mis ojos, Flores de otro mundo, En tierra extraña…) o acompañando él la dirección del reivindicativo Ken Loach, fue esta vez una noticia de El País lo que propició esta quijotada en busca del árbol perdido, llegando a las raíces del cine de Bollain.
La historia de un olivo que terminó decorando un hall bancario, como tanto otros que fueron vendidos para sobrevivir quienes los cultivaban y que por moda acabaron en un hotel o ático en Japón, frívolamente custodiados. El de la película, protagonista y origen, es precioso -hubo casting- y entre rama y rama, aparece un reparto espectacular con auténtica gente de campo y verdaderos intérpretes.
Magnífico una vez más, Javier Gutiérrez, entre dos jóvenes casi primerizos para las pantallas y no tanto en las tablas, que aportan sobresalientemente el imprescindible brío de la joven incitadora del viaje (Anna Castillo) y la contención cargada de veracidad de su noviete del pueblo (Pep Ambrós) Pero además está Manuel Cucada, agricultor convertido en abuelo, siendo su genuina actuación la mayor denuncia.
Sin juzgar ni caer en el drama, El Olivo habla esas raíces que (nos) han sido arrancadas y de aquellas a las que hay que volver. Y de como algo tan vinculado a nosotros, a nuestra cultura mediterránea es tan universal que emociona en todos y cada uno de sus niveles.
Alma (que parece una jovencita Iciar) es una vienteañera sin plan alguno que embauca a su tío Alcachofa y a su buen amigo, hasta recuperar el olivo expropiado hace doce años de las tierras de su familia.
Su yayo, al que adora, dejó de hablar desde entonces -en la realidad y en la zona afectada, se ofrecieron alternativas de cultivo más que improbables, como verde consuelo- y ahora no quiere ni comer. Pero la pizpireta chica consigue involucrar en su alocada odisea a todo habitante del lugar y a lomos de su moto y un camión, cual Rocinante o Clavileño, llegar hasta la empresa europea que tiene el olivo como logo internacional.
Alma piensa que así devolverá el espíritu a ese hombre de la tierra que le enseñó que el árbol de su vida, un olivo, no es un arbusto cualquiera, que necesita mucha dedicación generación tras generación, mientras nos alimenta y acompaña desde la época de los romanos.
El Olivo es un imprescindible cuento en época de redes sociales, que con algún guiño humorístico y costumbrista (esas amigas cibernautas de aquí y allá) consigue la empatía en las risas y penas de cada personaje, aún atisbando la dureza como la del abuelo que no fue buen padre o la de la nieta arrancándose el pelo a trasquilones, de raíz; como la rabia del antihéroe Alcachofa, a golpes con una estatua de la libertad en el jardín de un nuevo rico.
Pero quédense tranquil@s, la sonrisa permanece en todo el visionado, el esqueje queda plantado y la próxima vez lo haremos mejor.
El cuidado de llevarlo a cabo es nuestra responsabilidad, como la del equipo del filme que realizó una impresionante copia del majestuoso árbol para poder manipularlo sin dañarlo, porque hacerlo sería toda una contradicción y en esta película no hay ninguna.
¡Disfrútenla y formen parte de la historia!
Mariló C. Calvo