NUESTRA VIDA EN LA BORGOÑA
Volver nunca es fácil, pero en Nuestra vida en la Borgoña, Jean (Pio Marmaï) regresa a su casa, de la que se marchó diez años atrás para empezar su nueva vida, y al enfrentarse al presente que a su pesar continúa, las cosas no son lo idílicas que ver de nuevo a los seres queridos debería suponer.
Y es que su padre se está muriendo y sus dos hermanos se están ocupando ya de todo, incluso de los viñedos en los que el progenitor cultivó, vendimió y de los que obtuvo tan buenos vinos. Así que es hora de asumir una herencia compleja que los fuerza a estar más unidos que nunca, y de afrontar una vida personal que Jean tiene pendiente de arreglar con su pareja, la española Alicia, que aguarda su retorno a Australia.
Nuestra vida en la Borgoña es un fresco hecho cine. Un canto a la cultura vinícola, que nos acerca al proceso de creación de tan prestigiosa bebida desde los inciertos momentos en que hay que decidir cuándo se vendimia, atentos a la climatología por encima de otras consideraciones por si las lluvias estropean la uva, hasta las catas con los métodos más selectos de los que se sirve la industria. Un placer visual para los amantes de un producto tan famoso y delicado.
La cinta, dirigida por el francés Cedric Klapisch, es un bodegón en el que tiene cabida cuanto conforma la existencia. El vino sirve de base para explorar el pasado de una familia en la que vamos a descubrir que el amor no fue fácil de repartir. Y cuando la infancia duele la madurez tiene un peso considerable. Relaciones presentes, pasadas y futuras, aquello de lo que está compuesto el día a día, en el aparentemente idílico entorno de las viñas francesas.
Película amable a pesar de todo, porque sin conflictos no hay historias, ni ésta ni ninguna, pero con un poso amargo de sentimientos enquistados, de rencores que asusta hacer aflorar debido a a quién se les guarda, y de amores tras los que la frase ‘tenemos que hablar’ no se pronuncia con malas intenciones.
Es el universo de los sentimientos adultos, que aunque debería manejarse con sencillez porque cuando crecemos, en teoría, estamos preparados para eso, en la realidad también nos sumen en la niñez del sielncio y la vergüenza.
Nuestra vida en la Borgoña se divide en dos partes claramente diferenciadas aunque la estructura de la película no las señale como ocurre en otras. Aquí el personaje de la española María Valverde copa la segunda parte, la que se refiere no tanto a la familia con la que uno ha crecido como a la que se elige.
María, actriz de fabulosos registros y equisito gusto para seleccionar su filmografía, que contiene más aciertos que fallos, nos regala una Alicia dolida y confusa que como espectador no cuesta nada comprender.
Nuestra vida en la Borgoña es exactamente lo que uno cree que va a encontrarse cuando se adentre en la sala. Una cinta francesa, costumbrista y con personajes reconocibles. Una película con sus enredos narrativos que al concluir, tras un metraje algo excesivo, para ser sinceros, nos deja la sensación de haber pasado un rato agradable. Un título, como suele decirse, da lo que promete. No de todas puede afirmarse algo parecido.
Silvia García Jerez