MAIXABEL: La épica de la reconciliación

Maixabel es tanto el título de la nueva película de Icíar Bollaín, tras la fabulosa La boda de Rosa, que estrenó en agosto del año pasado, como el nombre de la viuda de Juan María Jáuregui, Gobernador Civil de Guipúzcoa, a quien ETA asesinó el 29 de julio de 2000.

Maixabel, película, reconstruye la historia real no tanto del asesinato, que vemos, o de la encarcelación de los culpables, que también ocurre en breve en el metraje, sino de algo mucho más llamativo: la petición de uno de los asesinos de Juan Mari, como era conocido, a su viuda de encontrarse con ella para pedirle perdón y darle explicaciones, cita aceptada por parte de Maixabel para el encuentro.

Maixabel Lasa, que ha sido partícipe del proceso de rodaje junto al equipo y a la actriz que le da vida en la ficción, Blanca Portillo, demostró una enorme valentía, accediendo a ser una de las partícipes de estos cara a cara a petición de los presos arrepentidos dentro de lo que se denominó La Vía Nanclares, por la cárcel de Nanclares de Oca en la que agrupaban a quienes habían decidido alejarse de la banda.

No era fácil que un victimario, como se les conocía a los asesinos, le pidiera un encuentro a su víctima. Y que ésta accediera, tampoco. La familia, los conocidos, el qué dirán. Pero Maixabel sabía que Juan Mari sí habría hablado con ellos y ella quiere saber. Así que adelante.

A continuación asistiremos a un compendio de emociones, de sentimientos y de exposiciones de sus vidas, de quiénes fueron y de quiénes son, por parte de uno y otro lado, de la viuda y de sus asesinos: Luis Carrasco (Urko Olazábal) e Ibon Etxezarreta (Luis Tosar). Un ejercicio reparador que vendrá muy bien para sanar, hasta donde se pueda, el daño que ha sufrido una y causado los otros dos.

Maixabel. Urko Olazábal interpreta a Luis Carrasco, 
uno de los etarras que mató a Juan María Jáuregui
Urko Olazábal interpreta a Luis Carrasco,
uno de los etarras que mató a Juan María Jáuregui

Maixabel es una película muy difícil, pero Icíar Bollaín la dirige con un tacto tan asombroso que nos olvidamos de lo complicado que es afrontar un proyecto de este calado social y emocional y nos adentramos en las mentes de víctimas y verdugos para comprender sus lados humanos, una vez que, pasados diez años, ya nada tiene arreglo pero se pueden esclarecer muchas cosas.

Y sus diálogos no desprenden rencor. Sí, hay dolor, mucho, hay lágrimas, sentimientos desbordados, recuerdos que los llevan a lugares donde no quieren volver, pero cuanto se dicen, se preguntan y se responden tiene un tono sereno, intentando llegar a todos los rincones de aquel atentado para que no quede ningún resquicio por explorar.

Aquí no hay odio. Si lo hubiera, el encuentro no sería posible. Solo hay un deseo, y es el de entender, el de comprender, el de explicar, el de que deje de haber preguntas. Ni un grito, ni una mala mirada, nada, solo personas frente a personas, personas que no son las mismas que antes de matar, que antes de quedar viuda.

Maixabel es belleza en medio del dolor. Es valentía. Y es lógica. Porque cuando uno cambia y asume el daño que ha hecho, la realidad que antes no existía porque la tapaban la terquedad y la sinrazón, ahora emerge para aportar luz sobre las tinieblas y es entonces cuando la perjudicada, la viuda del asesinado, puede acceder a las zonas que antes estaban apagadas. Y ella asume que, ya que nadie le va a devolver a su marido, por lo menos quiere conocer qué llevó a sus asesinos a matarlo y qué a arrepentirse más tarde.

La humanidad que desprenden las larguísimas escenas en las que Maixabel habla con ellos, la emoción que emana de la lógica que ahora tienen, de ese despertar a lo que hicieron y al conocimiento de quién era ese hombre, con sus detalles, su pasado esclarecido, su familia destruida, es de una precisión emocional que te desarma.

El espectáculo íntimo que supone ver cómo alguien que no tuvo problemas para matar ahora se sabe insignificante por lo que hizo, tiene un valor incalculable.

Es estremecedor asistir a este ejercicio de liberación. Quienes tienen estos encuentros lo necesitan, más allá de las opiniones de los que puedan juzgarlos. Eso no les importa, ahora solo les dictan sus conciencias y en esa habitación están la víctima, su victimario y la mediadora, vigilando que nada se descontrole, que no haya que llamar a Seguridad. Pero no hará falta. Ninguno está ahí para causar más daño del que ya se ha hecho, sino para intentar repararlo.

Encuentro entre Maixabel e Ibon Etxezarreta, con la mediadora al fondo, 
recreado por esta película dirigida por Icíar Bollaín
Encuentro entre Maixabel e Ibon Etxezarreta, con la mediadora al fondo,
recreado por esta película dirigida por Icíar Bollaín

Maixabel sería una película redonda si no fuera porque su inicio es demasiado acelerado y un tanto descompensado. Comienza con el asesinato, luego vamos a la Audiencia Nacional con el rótulo de la fecha del juicio, luego a la cárcel de Nanclares, todo ello con prisa y sin pausa. Es la única parte reprochable del conjunto, porque no solo resulta precipitada sino excesivamente tópica. Aunque ocurriera así, cinematográficamente lo hemos visto muchas veces, y con la misma narrativa.

Pero el guión de Maixabel, firmado por la propia Icíar Bollaín junto a Isa Campo, alcanza la cumbre cuando se mete de lleno en el tema que le ocupa, en el arrepentimiento de los presos y en la propuesta del Gobierno de dar la oportunidad de que víctimas y victimarios se reúnan. Es aquí cuando la película despega para seguir subiendo sin bajar más.

La valentía no es ya solo de Maixabel, mujer real que se enfrentó a sus victimarios, también de Icíar Bollaín por afrontar un proyecto tan complicado, humana y técnicamente. Toca el corazón de los personajes y del público que va a verla, además de rodar escenas tan largas en las que nunca decae la parte emocional. Unir ambas cosas es una proeza.

Y lo consigue con un planteamiento casi teatral, con conversaciones largas, tranquilas, en las que lo que importa no es el tiempo que pasa sino la información que se obtiene y el resultado emocional que nace de ellas. Primeros planos, sólo con ellos presentes, solo sus historias encima de la mesa. Los planos generales se acaban cuando llega el momento de la verdad, cuando la palabra adquiere todo el protagonismo.

Y también lo es Blanca Portillo. Protagonista. Protagonista absoluta. Ella es el alma de esta película, sin ella Maixabel no tendría sentido.

Blanca, actriz prodigiosa en televisión, teatro y cine. Fue Carlota en la mítica 7 vidas, se transformó en Fray Emilio Bocanegra en Alatriste y estuvo colosal en Volver, a las órdenes de Pedro Almodóvar. Y aquí realiza otra de esas interpretaciones por las que va a ser recordada.

Es uno de esos papeles que te marcan, como actriz y en tu carrera, y está tan fabulosa que incluso a pesar de su caracterización como la Maixabel real, por debajo emerge su talento y nos deslumbra, llenando la pantalla con la fuerza que siempre ha tenido y que una vez más demuestra. Hay que ser también valiente para enfrentarse a una enorme cantidad de páginas de guión y hacerlas tuyas hasta el punto de que no parezca que las estás interpretando. Todos los elogios se quedan cortos.

En nuestra retina añadimos el recuerdo de Luis Tosar, espléndido sobre todo en la parte final, y de Urko Olazábal, el Luis de esta recreación, el Luis Carrasco que fue parte del comando Buruntza que tiroteó a Jáuregui.

Desde su entrada en el relato, Urko se adueña de la función. Suyo es el protagonismo masculino y resulta un descubrimiento de los que dejan sin aliento. Su presencia, su mensaje, su serenidad, cada rasgo de su interpretación hace época y crea precedente. Su nombre será una referencia porque su Luis es un personaje memorable.

Sin estridencias, sin subrayados, sin más épica que la del logro de la reconciliación, Maixabel es una película imprescindible, necesaria, un ejemplo a nivel humano y cinematográfico, un hito difícil de igualar.

No es la primera vez que el cine trata este tema: en 2015 Imanol Uribe, director también de Días contados, una de las cintas más impactantes sobre la banda terrorista, ponía frente a frente a víctima (Elena Anaya) y victimario (Carmelo Gómez) en Lejos del mar, una joya incomprendida, durísima, que pocos puntos en común tenía con Maixabel, pero que ya hablaba de esto mismo, con resultados, a nivel humano, muy diferentes.

Ahora Icíar Bollaín mira en esa misma dirección para darnos una visión más amable, menos desquiciada que la de Uribe, donde la locura era la opción a la hora de salir del horror. El camino de Maixabel es igual de válido, porque la realidad no está reñida con la serenidad, que es la puerta que nos lleva, a ella como persona y a nosotros como espectadores, a lo más parecido a un sentimiento de paz con el pasado que podamos encontrar.

Silvia García Jerez

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