LAS LEYES DE LA FRONTERA: Juventud salvaje

Las leyes de la frontera está basada en la novela del mismo título publicada por Javier Cercas en 2012  y cuenta la historia de un chico muy tímido, Ignacio Cañas (Marcos Ruiz), que en la Girona de finales de los 70, sin amigos y con una familia que tampoco le aprecia demasiado, se introduce en una banda de delincuentes de barrio.

El Zarco (Chechu Salgado) y la Tere (Begoña Vargas), son los líderes de un grupo… bastante amplio para ser de barrio, que se dedica a dar los golpes que planean. No es sólo pensarlos, es, además, llevarlos a cabo. Les vale todo lo que signifique dinero, desde sucursales de banco a farmacias. Aquí, Nacho encontrará el refugio que no tiene ni en su casa ni en su falta de amigos: todo lo contrario, es víctima constante del acoso escolar, que no le deja en paz vaya donde vaya.

Poco a poco la vida de Nacho se irá complicando, sobre todo cuando se encuentra atrapado en una banda de la que no quiere salir porque se ha enamorado de Tere, una chica que gracias a su experiencia le enseña más cosas de la vida y del sexo que las que debido a su timidez pensó que llegaría a aprender con rapidez. Un día a día salvaje y brutal que Nacho exprime con intensidad pero que, como todo lo extremo, tiene fecha de caducidad.

Las leyes de la frontera. La Tere (Begoña Vargas) va a enseñarle a Ignacio (Marcos Ruiz) muchas cosas de la vida
La Tere (Begoña Vargas) va a enseñarle a Ignacio (Marcos Ruiz) muchas cosas de la vida

Las leyes de la frontera está situada en una época en la que España estaba saliendo del franquismo sin acabar de entrar aún en la democracia, en una frontera difusa en la que parecía haber una vida distinta sin que ésta acabara de materializarse del todo. Eso hace de ella una historia gris en una España aún gris con un protagonista al que, si lo queremos ver como la representación del país en el que vive, no hacen más que agredirle, agobiarlo y acosarlo. Imposible avanzar o, al menos, complicado.

Si no queremos ver Las leyes de la frontera como una metáfora de la España de 1978 y nos queremos aproximar a ella como algo estrictamente cinematográfico, tampoco vamos a cambiar demasiado la perspectiva hacia una película que en ningún momento encuentra la garra para contar su historia. No por el hecho de que los personajes se vistan con la ropa de entonces vamos a zambullirnos mejor en esa época.

Las leyes de la frontera carece de fuerza, de la intensidad que una narración como ésta merece. Contamos con unos personajes potentes con unas circunstancias que no han elegido, no son rateros ni delincuentes porque se lo propongan, sino porque no tienen referentes mejores. Que el Zarco afirme que su padre no se dedica a hacer nada en la vida no es el modelo a seguir de nadie. Si creces en un ambiente que propicia un comportamiento negativo no solo lo vas a ver como algo normal, también vas a defender lo que haces porque eso es lo que has aprendido.

Tal vez la moralidad en 1978 era una frontera difusa… tal vez aún lo sigue siendo aunque pensemos que es un debate ya superado, pero la nueva película del siempre interesante Daniel Monzón apela a los tiempos en que esta distinción no estaba, oficialmente, tan clara.

Tiempos en los que también reinaba el género quinqui en las llamadas salas underground, donde rateros callejeros toxicómanos eran los que protagonizaban buena parte del legado de nuestro cine de culto.

Las leyes de la frontera no tiene drogadictos en sus fotogramas, y estos rateros son como los de Sam Peckinpah, tipos con recursos para defenderse y para poder ejecutar persecuciones a gran escala. Por lo tanto, aquí tenemos una película más ajustada a lo que el público pide hoy que a lo que la realidad reflejaba entonces.

Tampoco sus intérpretes constituyen un hallazgo. No tienen magnetismo, más allá del que pueda suponer su conversión estética a la de aquellos años. Fumar un peta o señalar con la mirada a alguien intrigante para el espectador no implica mayor intensidad. Ni sus personajes son especialmente atrayentes ni sus avatares nos llaman la atención por encima del hecho de estar delinquiendo. El cine de robos tiene títulos mucho más recomendables y con ejecutores bastante más apasionantes.

Daniel Monzón, director de la fabulosa Celda 211 o de la irregular El niño, un autor, a priori, siempre interesante, baja aquí el listón de nuevo, tras la decepcionante Yucatán, y nos ofrece una historia demasiado manida con escasos buenos momentos (casi todos los que incluyen a la policía) y demasiados discutibles y reiterativos (las broncas familiares no aportan en exceso a la trama una vez conocida ya la tensión en sus cenas). Una lástima que el revisionismo del cine quinqui en 2021 no llegue a absorbernos como el tema en sí resulta a la hora de proponerlo.

Silvia García Jerez

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