LA FORMA DEL AGUA: amor marino
La forma del agua, la última película que firma Guillermo del Toro, ya es Historia. Historia del cine. Independientemente de que guste más o menos, este nuevo acercamiento del director mexicano al cine fantástico ha roto todo tipo de moldes, ya que normalmente, más allá de participar, debido a su género, en el festival de cine fantástico de Sitges, poco más le ofrecería el mundo de los palmarés de los distintos certámenes. Y en contra de lo que suele ocurrir, se ha convertido en la primera cinta en obtener el León de Oro en Venecia. Inaudito.
Posteriormente también destacó en el festival de Toronto, fue la película de inauguración del ya citado festival catalán y no contentos con eso, ha arrasado en nominaciones a los Oscar, con 13 candidaturas, siendo la favorita en la categoría de dirección y en muchas otras técnicas. El escepticismo se mantiene en torno a sus posibilidades como mejor película porque aún cuesta creer que, lamentablemente, un film de cine fantástico sea capaz de alcanzar semejante logro.
Pero la pregunta pertinente es si realmente merece tantas distinciones o si nos alegramos de ellas porque una película de este corte nunca consiga metas parecidas, además de porque Guillermo del Toro lleva años mereciendo un reconocimiento que por fin le está llegando.
Y no es tan fácil dar una respuesta. Porque La forma del agua es un trabajo impecable a nivel técnico. Asombroso, prodigioso incluso. Una muestra más de lo que Guillermo es capaz de hacer, algo de lo que viene haciendo gala desde que en su México natal filmara una joya vampírica como Cronos, protagonizada por el recientemente desaparecido Federico Luppi, para luego ir subiendo en producciones mayúsculas con presupuestos minúsculos como El laberinto del fauno, que costó los mismos 20 millones que esta que ahora estrena y con la que es evidente que guarda ciertas semejanzas.
Fotografía, banda sonora, diseño de producción, vestuario o su impecable sonido gracias al cual escuchamos con nitidez ese huevo duro que Elisa (Sally Hawkins) le pela al monstruo que, como señora de la limpieza, descubre en el laboratorio secreto de la instalación del Gobierno para la que trabaja, en plena Guerra Fría.
Nada que objetar tampoco a las candidaturas para su protagonista femenina, para Octavia Spencer, implacable roba escenas como secundaria de lujo que suele ser, o para Richard Jenkins, uno de los mejores actores del mundo, tan natural que apenas parece estar interpretando.
Los peros no están aquí. Tampoco en su aroma a cine clásico, que se esparce por cada fotograma para deleite de quienes amamos una narrativa pausada, alejada de las prisas que se han adueñado de las pantallas actuales, con montajes frenéticos y cámaras al hombro que apenas dejan apreciar los detalles del escenario. La forma del agua es un homenaje a ese cine de la época en que sitúa su trama, género musical incluido con pequeños elementos de éste que, al igual que a sus intérpretes, nos hacen seguir su ritmo.
A menudo se afirma que un villano brillante es una parte fundamental para que la película sobresalga. Aquí ese desagradable cometido, tan divertido por otro lado para quienes hacen el trabajo, lo lleva a cabo Michael Shannon, un actor a menudo solvente pero que aquí no acaba de resultar todo lo serio que el fondo de La forma del agua requiere, quedándole un malo de manual que atiende a todos los estereotipos que hemos visto en otras ocasiones en personajes parecidos al suyo.
Esa es una de las pegas, pero éstas no se detienen aquí, también están en el engranaje interno de la película. En un conjunto formado por piezas casi perfectas que al unirse no dan como resultado esa dimensión debido a un guion firmado por Vanessa Taylor y el propio Del Toro que no termina de ser brillante, porque solo es lustroso, ya que si se introduce un elemento histórico en la trama, éste ha de justificarse correctamente en vez de servir como excusa liviana para la existencia del monstruo en la película.
También, a los peros que no permiten elevar La forma del agua al nivel que habíamos esperado y que sus premios prometían, hay que sumar una dirección a la que le sobra magia y le falta fuerza. Que una película sea muy bonita no significa que sea buena, solo indica que la recordaremos de manera agradable. Pero a la belleza de sus imágenes y a su potente carcasa técnica le falta cine, le falta la emoción de encontrar escenas épicas que nos agarren por dentro y nos hagan afirmar que estamos ante una obra inmensa.
Y eso a pesar de los elementos innovadores que tiene, sobre todo en su protagonista femenina, esa Elisa muda que se comunica a través de lengua de signos. Una mujer que se masturba con naturalidad al comienzo del film y que demuestra tener, literal y figurativamente, unos huevos tan duros como los que come y le lleva a su monstruo particular.
Sally Hawkins ha creado un personaje que la Historia del cine no podrá olvidar nunca, gane o pierda el Oscar a la mejor actriz al que es candidata. El tiempo demostrará que su Elisa es mucho más que una limpiadora anónima, porque personifica a la heroína que todas podemos ser: imperfectas pero hechas para encajar con alguien igual de singular.
La forma del agua es un cuento enclavado en el cine fantástico, con una perspectiva histórica, pero sin abandonar su naturaleza de cuento, aunque la princesa sea moderna y el príncipe solo sea azul a ratos y según la franja de su cuerpo de pez humano que se mire. Pero la base de su espíritu se encuentra plenamente instalada en los ‘Había una vez’ de toda la vida.
Y esta fábula, a pesar de estar a años luz de la perfección de El laberinto del fauno, la otra cinta fantástica con tintes históricos que hizo célebre a Guillermo del Toro, consagrará al director como uno de los mejores artesanos del cine contemporáneos, y eso sí que será completamente cierto.
Silvia García Jerez