LA CASA AL FINAL DE LA CURVA: Obsesión peligrosa
La casa al final de la curva nos presenta a la familia de Josh McCall (Ben Foster), un buen hombre que se traslada a una nueva casa, preciosa y enorme, junto con su mujer, Rachel (Cobie Smulders) y su hijo Max (William Kosovic). Realmente la casa es maravillosa pero está situada al final de una curva muy peligrosa en la que suelen ocurrir accidentes. No siempre, hay conductores capaces de sortearla bien, incluso con lluvia, y no les pasa nada, pero como en la noche en la que se llegan y se instalan ocurre uno y la víctima no tiene tiempo de que llegue la ayuda, Josh se obsesiona con el hecho de que es él quien debe prestarla para que no acaben muriendo.
La caída de Josh en el lado oscuro, en un lugar siniestro que él cree sano porque pretende salvar vidas, va siendo tan paulatina que la película va caminando del cine de suspense al más psicológico posible. Y lo hace con un manifiesto acierto, de una forma que nos va sumergiendo en el horror que supone comprobar cómo Josh no tiene fin en su propósito, y cómo éste se va retorciendo de una manera que roza el sadismo.
Los guionistas de La casa al final de la curva son Russell Wangersky y Jason Baxton, que también es el director, y entre los dos construyen un estudio de la psicopatía humana que resulta fascinante. Las fases por las que atraviesa un enfermo mental de este calibre las vamos comprobando poco a poco, asistiendo como espectadores a su derrumbe como persona socialmente integrada que empieza a dejar de estarlo, a su progresivo deterioro como padre y como trabajador en un engranaje que él mismo se encarga de ir soltando. Su yo tal y como lo conocían su familia y sus compañeros está desapareciendo, y eso la película lo refleja a la perfección.
Por eso, cualquier etiqueta que incluya el thriller para encajar La casa al final de la curva va a ser errónea. Es, sobre todo, una película psicológica con un envoltorio de suspense porque su tono es precisamente ese, el de mantener al espectador inquieto en su butaca preguntándose cuál será el siguiente paso de alguien que ocupa sus horas mirando por la ventana a ver si el siguiente coche que pasa es el que tiene un accidente. Ahora cualquier película se encuadra dentro del thriller para venderla mejor, pero La casa al final de la curva no lo es. El suspense domina la cinta y el aspecto psicopático del personaje principal es lo que determina el género en el que situarla. Pero ya ningún título se enmarca en ellos, con lo bonito que era que un film fuera ‘de suspense’.
Ben Foster, ese actor al que no es fácil poner nombre pero cuya cara te es muy familiar, porque en su filmografía no hay demasiadas películas conocidas (Comanchería es un film de culto pero no tuvo el éxito que merecía) ni sus papeles han sido relevantes en las que sí gozaron de mayor fama (X-Men: La decisión final, El tren de las 3:10), se luce de verdad en un personaje complejo al que él le otorga toda la dimensión que éste requiere. Y resulta, prácticamente, un trabajo revelación en su caso. Ahora sí vamos a identificar su nombre con su rostro. Ahora sí nos ha traspasado el mero plano de observación para quedarse en nuestra memoria. Ahora sí vamos a admirar su talento.
Porque Ben Foster no sólo es el protagonista de La casa al final de la curva, también es el alma de la historia. Todo está centrado en él, en lo que vive, en lo que piensa, en sus reacciones ante lo que ocurre. Su mirada es fascinante a la vez que aterradora, porque vamos asistiendo a cómo su interior cambia para satisfacer su psicopatía. Y resulta angustioso. Vemos a un hombre enfermo, atrapado en su obsesión, sin una puerta de salida a la que dirigirse.
Hacía mucho tiempo que no veíamos un film tan completo en cuanto al retrato que nos pudiera ofrecer acerca de una enfermedad mental tan bien diseccionada. De hecho, hay varios psicólogos en la película, la documentación para plasmar el delirio del protagonista está muy cuidada y, precisamente por eso, es tan creíble y tan espeluznante.
Posiblemente La casa al final de la curva sea vista, prejuicios por delante, como un telefilme estrenado en cines, o digno de ser enviado directamente a plataformas. Si no tuviera un guión de ese nivel podría ser una afirmación pertinente, porque sus mimbres son precisamente esos, pero su director y su compañero en la escritura del libreto la convierten en una delicatessen que no es apta para las sobremesas, sino un producto bastante más oscuro e inquietante. La casa al final de la curva la podría haber escrito el Stephen King más inspirado y, si así fuera, la estaríamos esperando con verdadera ansia. Bueno, en los últimos tiempos nada se espera ya así… Tal vez en los años 90 se hubiera recibido con más regocijo del que se prevé que se reciba ahora, pero si en algún momento el cine vuelve a gozar del respeto de que hasta hace poco gozaba, La casa al final de la curva se reivindicará como la fabulosa película que es, como el gran retrato psicológico que supone. Se volverá una película de culto y se recomendará como merece.
Silvia García Jerez