HAPPY END: Haneke se copia a sí mismo en busca de Un final feliz
Michael Haneke es un director incómodo y perturbador, pero ha conseguido que su cine guste a público y crítica.
En su última película, Happy End, vuelve al Amor de una familia con un collage de todos sus filmes, mostrándose más accesible que de costumbre, optando hasta a Un final feliz.
Haneke suele marcar un amplio espacio entre la historia y el espectador, una distancia que aguanta el ritmo y la reflexión observada para que cada cual decida si quiere seguir mirando; dentro y fuera pantalla, porque aunque de lejos, él siempre nos enseña aquello que vemos en nuestra realidad pero ignoramos a diario.
Su filmografía rebosa de finales demoledores donde la culpa, la violencia y la educación suelen ser su objetivo, focalizando en la familia como microcosmos y reflejo de nuestra sociedad, destacando a través de asépticas imágenes la falta de empatía y humanidad, individual y colectiva, más presente en esas clases privilegiadas que gusta de analizar.
De todo esto hay en Happy End; su último mural familiar con reconocibles herencias de largometrajes anteriores, resultando el más frío, obvio y predecible del director austriaco.
Esta vez, la familia ha hecho fortuna en la construcción y se mueve en los círculos de la alta burguesía de Calais. Mientras Haneke nos lleva a uno y otro lado del muro francés que separa la civilización de estos empresarios, de los campamentos de refugiados tan próximos.
Entre enfermedades, confesiones en mails y grabaciones de móvil, la película arrastra cierto homenajea a Viridiana con un sorprendente y ambiguo final -y ahí está el valor del film- que enlaza la narración con su premiadísima y conmovedora Amor.
Fiel a sí mismo y a sus obsesiones -compartidas con Bergman, su maestro confeso-, Haneke parece plagiarse en su ultima cinta, jugando al collage con su propia filmografía. Con una familia que bien podría tener una casa de verano como en Funny Games, aunque la conoceremos en su piso de ciudad, lujoso y clasista, en un ambiente tan angustioso como en La pianista.
Burlándose de Un final feliz, Haneke recuerda a Haneke, fragmentando el discurso como en Código desconocido, o practicando aquel voyeurismo en video casero de Caché, ahora a través de un smartphone.
Pero la cámara ya no se queda fija -en un vagón de metro, por ejemplo, a la altura de nuestros ojos de viajeros- para hacernos conscientes o partícipes de la escena; en Happy End los planos se abren o se acercan a los personajes para contemplar, desde fuera, el derrumbe físico y mental de algún miembro familiar, o de algún edificio en construcción.
Haneke dirige de nuevo a Jean-Louis Trintignant como el patriarca amargado, y a Isabelle Huppert como la heredera de la compañía familiar, reconvertida en madrastra despegada.
No falta una niña -que remite a los inquietantes chavales de La cinta blanca-, hijastra impuesta y nieta del rico anciano que suplica morir ya. Tampoco un hermano sensible, un loco rebelde con causa social pero bajo tratamiento, que se enfrenta a tanta hipocresía entre el suicidio, la eutanasia y/o el homicidio familiar.
Y luego están esos inmigrantes, que a veces, quedan fuera de foco… Al otro lado del muro que no nos deja ver.
Mariló C. Calvo