ROMERÍA
De mar, amor y La Santa Compaña
Aún desconociendo que las tres películas de Carla Simón despliegan un tríptico de su vida, la trilogía que compone la filmografía de esta directora no sólo funciona como memoria y catarsis personal, también reconstruyendo una contemporaneidad reconocible que envuelve con un naturalismo apabullante.
Componiendo su auto-ficción fragmentada con recuerdos, reales o imaginados, Simón debutó con Verano 1993, acercándose a la infancia y desvelándonos la propia con la sombra del sida y la adopción, mientras Alcarrás, su segundo largometraje tan galardonado, suponía conocer a la familia biológica materna, catalana y de campo, sobreviviendo a lo rural. Ahora estrena Romería, acompañando a una joven con sueños de cineasta que debe reconocer su vinculación paterna en una suerte de peregrinaje, trabajo de investigación y realismo mágico galego, con el mar de fondo y como el negocio familiar, de una burguesía desencantada y ahogada en aquella heroína ochentera que arrastró a mucha juventud hacia La Santa Compaña.
Seleccionada para representarnos en los próximos premios Óscar, Romería es todo un viaje de iniciación con la única guía de un diario heredado y la ruta marcada por unas cintas de super-8, que Marina (esa protagonista con nombre significativo y alter ego de Simón) atesora de unos progenitores más hippies que quinquis, fallecidos por la enfermedad de la jeringuillas en la deslumbrante España del ’92.
Traspasando aquellas imágenes a la realidad de la joven, Romería se estructura en dos tiempos -en aquellos años ochenta y en el 2006-, saltando al pasado y presente por varios formatos; ya sea resucitando la historia de sus padres con imágenes de grano gordo, ya sea viendo lo que graba Marina con una videocámara digital, ya sea según se desarrolla la película en sí, uniendo estos recortes con la nitidez actual de los films.
A la espera del certificado que acredite “ser hija de…”, para poder obtener una beca y estudiar cine, Marina va recopilando cuestiones sobre su identidad, alrededor de los encuentros con sus tías, tíos, primos, primas, la abuela y el abuelo, ese patriarca de familia bien, con roles marcados y paga dominical en fila india.
Descubriendo lo que cree sabido y aquello que parece estar olvido, Marina habita los mismos lugares que vivieron sus padres, navegando entre apariencias y trampantojos de recuerdos y miradas, cómplices o esquivas, que encuentran en ella ese parecido, o no, con el hijo y hermano, entre camarotes, astilleros y una casona con piscina y jardín… Y cual legado invisible, comparte porros y botellines con la primada de su edad, rechazándolos sin moraleja alguna, aunque ella no vaya “a acabar como su padre”, ese zombie del jaco, escondido por esa familia de sangre amarrada a una resaca de culpa, compasión y vergüenza.
Una familia compuesta en la pantalla por un reparto sobresaliente con Tristán Ulloa, María Troncoso, Sara Casanova, Alberto Gracia y José Ángel Ejido, como algunos de los miembros del clan, destacando la interpretación de Miryam Gallego como “hija perfecta y hermana centrada”, entre la alocada y los varones restantes, quien haciendo honor a su apellido logra mimetizarse en ademanes propios de esa terra, que adquieren un cáliz de veracidad cuando descubrir al personaje de la matriarca-abuela, Gallego consigue captar su esencia en el andar, o en un gesto, y casi podemos reconocerla como esa hija digna, de esa madre. Impresionante. Pero además, no puedo dejar de mencionar a esa pareja de estimulantes debutantes, Llúcia Garcia, Mitch Robles, con una inusual madurez ante la cámara que hipnotiza durante todo el metraje.
Simón repite con Hélène Louvart en la estupenda fotografía y con Ernest Pipó para la certera música de Romería, permitiendo adentrarse juntos en un giro de ensoñaciones y desdoblamientos que resultan algo nuevo en esta realizadora de tendencia tan verité, para terminar arriesgando en una especie de videoclip -a lo Thriller con Santa Compaña incluida- junto a un final casi de cuento, persiguiendo a un gato como escapado de Alicia, a través del espejo, más que de El país de las maravillas-.
Sin embargo, cuando toca el “colorín, colorado” es en una azotea donde todo puede pasar y donde todo puede ser; donde los amantes y los espíritus se dan cita, y aparecen y desaparecen, con el mar siempre presente y la memoria y el deseo jugando frente a un reflejo doble; ya sea de una pareja, ya sea de una madre y una hija, ya sea de la misma juventud… Sintiendo lo que fue y lo que realmente queda; aceptándose la verdad, la mentira, el silencio y el olvido -y quizás, también este cierre mágico para esta directora que, en breve, se estrenará como madre y formará familia-.
Mariló C. Calvo