LAS GUERRAS DE NUESTROS ANTEPASADOS
Pacífico frente a las guerras. Pacífico frente a los recuerdos. Pacífico echando atrás la mirada para no afrontar el negro futuro que le espera.
Las guerras de nuestros antepasados, novela de Miguel Delibes publicada en 1975, es ahora una sublime obra de teatro cuya adaptación a escena ha realizado Eduardo Galán y dirigido Claudio Tolcachir.
A Pacífico Pérez, un hombre que no quiere en su vida ningún tipo de violencia, lo han rodeado desde pequeño las historias acerca de batallas pasadas, las que le contaban el bisa, el abue y padre, para prepararlo para la guerra que a él le tocaría algún día librar. Los tres querían que Pacífico demostrara esa destreza que sus antepasados habían puesto en práctica, en las Guerras Carlistas o en la Guerra Civil. Pacífico era el siguiente pero él nunca quiso tener nada que ver con la violencia.
Todo eso se lo cuenta al psiquiatra de la prisión, quien lo intenta hacer entrar en razón para que pueda librarse de lo que le espera, pero para ello Pacífico ha de contar exactamente lo que pasó en cada uno de los episodios de su vida. Y Pacífico lo va haciendo, dejando claro lo que él ha sentido, lo que él ha visto, lo que él ha vivido. El psiquiatra, con paciencia, va haciendo acopio de material con la idea de que su historia le exima de la culpa que lo inculpa.
Las guerras de nuestros antepasados está protagonizada por Carmelo Gómez, quien interpreta al preso Pacífico, y por Miguel Hermoso, al que le corresponde el papel del psiquiatra. Dos actores inmensos que llenan el escenario con su sola presencia.
Pero es Carmelo Gómez quien lleva el peso de la representación. Suya es la parte correspondiente a narrar, a recordar, a repasar una existencia marcada por una violencia de la que siempre ha querido huir. Carmelo es el mejor Pacífico posible. Cómo hace suyo el personaje volviéndose ese hombre de campo que tantas veces retrató Miguel Delibes en sus obras. Su habla, sus modismos, sus rectificaciones a media frase… Parece que el actor se equivoca pero no, reconduce sus frases. Es ese tipo seguro e inseguro a la vez: seguro de que no quiere seguir la senda familiar, inseguro porque su actitud contrasta con lo que se espera de él.
El Pacífico de Carmelo es sobrecogedor. Es una gozada ver al actor metido en su piel, en la de un hombre sencillo al que solo le importa el día a día sin meterse con nadie, sin hacer daño y sin que se lo hagan. Su carácter corresponde a su nombre y Carmelo lo dota de una humanidad rebosante. Es difícil escoger una interpretación de entre cuantas ha llevado a cabo pero su Pacífico en La guerra de nuestros antepasados puede estar entre las más grandes de su carrera.
Y la obra también. De entre las de su carrera y de entre las vistas por el espectador más curtido en el teatro. El trabajo de Claudio Tocachir es estratosférico. En la sencilla escenografía diseñada por Mónica Boromello contemplamos las siete conversaciones que Pacífico mantiene con su psiquiatra, cada una de ellas con su historia, su tono, con más acción o mayor dramatismo, siempre bien diferenciados gracias a la iluminación de Juan Gómez-Cornejo, y en esa atmósfera tienen lugar tanto las conversaciones como las acotaciones.
Atención a estas últimas porque mientras ocurren, Pacífico va hablando por detrás, más bajito, él a lo suyo, a sus recuerdos, el psiquiatra en el presente aclarándonos lo necesario. A nosotros, sí, al público. Y esa dicotomía temporal se escucha, se distingue, a la perfección. Pasado y presente se dan la mano con las voces de los dos actores narrando a la vez lo que a cada uno corresponde para volver a unirse en el pasado cuando el psiquiatra conecte de nuevo con Pacífico, entregado a su historia, que es su vida. Atónitos nos dejan a los espectadores en el patio de butacas con estas resoluciones tan complicadas.
85 minutos de representación que se pasan en escasos cinco. El telón ya no se abre, pero si se abriera pareciera que acaba de hacerlo cuando ya cae al finalizar la función. Y entre medias hemos conocido a un hombre bueno interpretado por un actor mayúsculo con un dominio de la escena y de la voz espectaculares. Hemos sufrido por lo que nos cuenta pero también nos hemos reído. Mucho. Las guerras de nuestros antepasados es un dramón pero también una obra de teatro divertidísima en la que las risas hacen aparición con frecuencia. No todo es siempre triste, a veces la manera de contar los peores horrores nos arranca carcajadas. Y eso tiene mucho mérito. Primero por parte de Miguel Delibes, genio vallisoletano al que debiéramos acercarnos más; segundo por parte de unos actores superlativos, estupendamente bien dirigidos; y por último, por parte de un equipo que ha logrado ofrecernos una obra sensacional. Ojalá el teatro, que de por sí es maravilloso, nos ofreciera siempre trabajos tan colosales.
Las guerras de nuestros antepasados puede verse en el teatro Bellas Artes de Madrid hasta el 2 de abril.
Silvia García Jerez