CAROL: cine a flor de piel
No todas las historias de amor son iguales. El sentimiento, de cara a catalogar una película, se nombra como algo manido, ya gastado, porque la fórmula suele ser recurrente, y el envoltorio lo suficientemente llamativo como para que la reiteración no suponga un obstáculo. Pero el amor en la pantalla grande se puede vivir de muchas formas y se puede mirar desde géneros distintos y con ópticas diferentes. No es lo mismo centrarse en la pareja, caso del estremecedor drama Amor, de Michael Haneke, que ir añadiéndole elementos familiares como en la desternillante Descalzos por el parque, o incluir el marco social en que se enclava para entender hasta qué punto es viable que la relación pueda o no tener lugar, caso de la muy polémica Brokeback mountain.
Como vemos, no es necesario acudir a películas desprestigiadas por su alta carga de romanticismo empalagoso, tipo las que antaño dieron fama a Meg Ryan o Sandra Bullock, también es posible enamorarse de las historias y los personajes que las pueblan, y si no, recordemos la grandeza tan aplaudida de Cuatro bodas y un funeral, Love actually, ¿Qué me pasa, doctor? o Historias de Filadelfia, que no solo de cine contemporáneo pueden ponerse ejemplos.
Hace unas semanas nos llegaba un drama excepcional, La chica danesa, que se acercaba a una mujer enamorada de su marido y a un marido entregado pero no convencido de hacerlo desde el lugar emocional adecuado. Su transexualidad, algo nuevo para la época en que vivió, la cuenta la película a nivel privado y expone lo justo la reacción de la sociedad ante ello, lo cual le permite al guion desarrollar la evolución interna de los protagonistas siendo capaz de involucrarnos como espectadores, porque nos convierte a nosotros mismos en los sujetos que deben comprender a quien estamos observando.
Algo parecido ocurre con Carol, película que deslumbró en Cannes el pasado año, igual que el título anterior, y que una vez vistas ambas no se entendería que no estuvieran ya marcando el camino, sirviendo de guía a películas que intenten, con mayor o menor suerte, alcanzar su altura.
Basada en la novela de Patricia Highsmith, que no solo escribió clásicos del suspense, Carol cuenta la historia de amor entre dos mujeres en el Nueva York de los años cincuenta. El qué, como tantas veces, es lo de menos. Es el cómo el que importa porque no es fácil que la belleza de los planos atraviese el alma como lo logran los de esta película.
La elegancia de cada posición de cámara alcanza lo sublime, el tiempo que se mantiene en pantalla cada toma es perfecto, incluso cuando tiene lugar un desenfoque es porque se trata del recurso que había que escoger para redondear el resultado. Nada falta, nada sobra. Ese recorrido pausado por la tienda mientras los demás llevan un ritmo frenético en el que es imposible apreciar los detalles, ese guante sobre el mostrador, esa maleta hecha con la delicadeza con la que se va a tratar a quien acompaña en el viaje… Por momentos, Carol remite a otra joya que el cine de tanto en tanto nos regala: Deseando amar, uno de los mejores trabajos, y eso es mucho decir, del chino Wong Kar-wai.
Cate Blanchett y Kate Mara protagonizan la película y las dos brillan tanto que oscurecen a la nieve. Transmiten su mutua fascinación con una contundencia que aturde. No estamos acostumbrados a presenciar en el cine una profundidad semejante y menos ofrecida por dos actrices con la facultad de ejecutar trabajos tan complejos con la facilidad de quien domina el oficio sin acudir al exhibicionismo. Dicho de otro modo, sus interpretaciones son sutiles. Una mirada, una incipiente sonrisa, un toque en el hombro o un giro del cuello sirven para contar tanto o más que las palabras, pero unos y otras van fluyendo y confluyendo, mezclándose como los fríos copos con los cálidos abrigos que protegen de ellos.
Todd Haynes es el responsable al que hay que felicitar por esta proeza. El director que hace tiempo firmara Lejos del cielo o I´m not there, por cierto, también con una extraordinaria Cate Blanchett, en esta ocasión eleva el drama con tintes policíacos a la categoría de prodigio. Así que su exclusión de las nominaciones al Oscar, del director y de la película, aunque se comprenda porque a la Academia no le entusiasman este tipo de temas, resulta además de curiosa un error que los votantes no pueden permitirse. Si los Oscar, que son los que desde hace décadas parecen tener la potestad de distinguir entre lo bueno y lo malo, lo grande y lo insuperable, no son capaces de darle la oportunidad a una obra maestra de ser declarada como tal, cabría preguntarse quién está equivocado, si los académicos votando o el público pidiendo que el buen cine se vea recompensado, independientemente del fondo que lo componga.
Silvia García Jerez