20.000 ESPECIES DE ABEJAS: Crecer frente al torbellino
La infancia, en contra de lo que se tiene concebido, no es un territorio fácil en el que vivir. 20.000 especies de abejas es una muestra de que incluso puede llegar a ser inhóspito.
Ya en El bola, de Achero Mañas, el podre niño protagonista sufría los malos tratos de su padre; en la francesa Custodia compartida, de Xavier Legrand, el mismo Denis Menochet que sufre en As bestas el acoso de sus vecinos resultaba ser el padre maltratador del niño del matrimonio al que se le da esa custodia; en Verano 1993, de Carla Simón, la niña mayor de las dos hermanas que se quedan huérfanas sufría lo indecible en el transcurso de la película. No, no siempre los niños lo pasan bien cuando están creciendo, y el cine a veces refleja esas experiencias.
Ahora le toca el turno a Aitor (Sofía Otero), un niño que no sabe quién es. Tiene 8 años y no entiende nada. Se sabe distinto a los demás, se deja el pelo largo porque así lo llevan las niñas e intuye que él está más cerca de querer ser una de ellas que el niño que es en realidad. Su padre está prácticamente ausente y su madre, Ane (Patricia López Arnaiz), que trata de inculcarle que no hay cosas específicamente para niños ni para niñas, le deja llevar el pelo así porque si es lo que le gusta, que haga lo que quiera, pero sin ser especialmente consciente de que esa decisión, más que un estilo estético, conlleva algo inherente a la persona que está aflorando en esa niñez atípica.
Ane no lo ve porque porque ella tiene una ocupación que no le da tregua: conseguir un trabajo como artista de figuras de fundición, pasión heredada de su padre, a cuyo taller vuelve durante el verano para hacer las que le den el puesto al que aspira. Mientras Ane está absorbida por intentar ser una buena artista, es la tía de Aitor, Lourdes (Ane Gabarain), quien arropa a su sobrino, la que observa, la que intuye y entiende, la que con pocas palabras advierte. Y a partir de ahí, quien quiera, que asuma lo que ocurre.
20.000 especies de abejas aborda el tema tabú de la infancia trans de una manera que solo el cine dotado de la mayor de las sensibilidades puede lograr. Una película llena de detalles, de pistas, de sutilezas que van trufrando su metraje -ese baño de espuma tan clarificador- y nos van haciendo un retrato de ese Aitor que no quiere que lo llamen por ningún nombre porque ni él mismo sabe de qué manera definirse. Y lo que no tiene nombre no existe, ya se lo dice su abuela.
Con pequeñas pinceladas, la ópera prima de Estíbaliz Urresola Solaguren acompaña a Aitor en su viaje hacia el despertar. El despertar como persona. Sí, es muy pequeño, pero uno no solo va determinando desde la infancia que le gustan los spaguetis, también hay elementos más complejos que se van dando desde muy temprano en la vida y a los que hay que saber escuchar y hacer caso. Y no reprimir ante el qué puedan opinar los demás. La sociedad está preparada para que todo transcurra de la forma más tradicional, cualquier cosa que se salga de ese esquema será objeto de burla, de ostracismo o de acoso. Se ataca aquello que es distinto porque no se entiende o porque no se quiere entender. Y si además no te explican qué te está pasando y lo tienes que descubrir por ti mismo las cosas se vuelven aún más retorcidas.
Pero en 20.000 especies de abejas no son solo las abejas las que son distintas, también las personas, las pequeñas y las grandes. Y cada uno tiene que encontrar su lugar en el panal. Cada uno tiene su función y ha de saber reconocerla. También Ane tendrá que enfrentarse a ese proceso. No solo los niños han de saber qué quieren ser de mayores, también los mayores han de descubrir qué llevan dentro.
Y nada es fácil para estos personajes, pero el guión de 20.000 especies de abejas nos lo pone muy sencillo a los espectadores: sin dejar de ser una película durísima en la que entiendes el sufrimiento de un protagonista que no sabe quién es… -si no lo has vivido no puedes criticarlo, solo ser testigo de la angustia por la que pasa-, y sin abandonar nunca a ese niño ni a su proceso vital, el film es de una belleza apabullante. Sin subrayados, sin trazo grueso, con la naturaleza como telón de fondo y el naturalismo como elemento narrativo, el día a día de Aitor es un calvario rodeado de la vida misma. No solo se aprende en un taller, el taller también es la propia existencia, en la que cada uno ha de darle a las herramientas el uso que cree que le vienen mejor para construir aquello que va a salir de allí. Aquello que van a acabar siendo.
Sofía Otero, la niña protagonista de 20.000 especies de abejas, ganó el Oso de Plata a la mejor actriz en el festival de Berlín. No pudo ser un premio más merecido. Está inmensa en ese papel, un ser andrógino que aún ha de definirse. Sabemos que es una niña la que interpreta a Aitor pero en la pantalla nunca tenemos la certeza de a qué atenernos. Porque estamos viendo a Aitor, pero también a esa personalidad que ya emerge de su interior y que físicamente nos confunde, ofreciéndonos, a la vez, ambos géneros. Sofía transmite con seguridad y enorme talento lo que siente su personaje en esta ficción tan compleja. Que una niña llegue a este nivel de interpretación es para darle todos los premios del mundo, como para que los Goya vuelvan a aceptar candidatos de menos de 16 años para rendirse ante la evidencia de que Sofía Otero es un portento y que lo que consigue en su primera aparición en la pantalla es digno de alabanza.
También Patricia López Arnaiz está fabulosa, esa Ane que se llama como el personaje que le dio el Goya a la mejor actriz en la gala de 2021, en la que todos estaban en sus casas sin poder ir a recogerlo. Es, tal vez, su mejor trabajo hasta la fecha, y eso que hasta ahora donde más había brillado era en La hija, de Manuel Martín Cuenca, pero aquí tiene unos registros con los que borda una interpretación llena de matices. Igual que Ane Gabarain, esa Lourdes maravillosa que ve, oye y concluye. Un elenco que le aporta alma a una historia desbordante de corazón.
20.000 especies de abejas podrá compararse con Cinco Lobitos, de Alauda Ruiz de Azúa, por el tema de la maternidad sobrepasada, de la que cada vez se habla más pero aún de forma insuficiente, o con Alcarrás, por la sutil mirada al mundo rural y porque ambas lograron el año pasado premios en los mismos festivales, Berlín y Málaga, en los que éste año se ha consagrado la ópera prima de otra mujer, Estíbaliz Urresola Solaguren. Pero 20.000 especies de abejas es una película con entidad propia, con la belleza y dureza de la primera, sin el tedio insufrible de la segunda y con un tema aún más espinoso que el de una madre sufriendo los estragos de su hijo recién nacido. Y en ambas, por muy duros que sean sus planteamientos, sus tonos son tan acertados, sus enfoques tan humanos, que no debería haber lugar para la posible polémica, solo para la normalización de algo que está en la sociedad y que cuanto antes asumamos que existe mejor podremos ayudar a quienes no encuentran el camino para definirse porque no saben en qué consiste aquello de lo que nadie les había hablado nunca.
20.000 especies de abejas ayuda a conseguirlo, a mostrar que ese proceso puede darse sin traumas. Ya tiene bastante quien está inmerso en él. Y lo hace sin estridencias, paso a paso. También es una gozada asistir a esa transición, porque a veces la vida no es como el cine plantea los temas más descarnados: las catarsis, en la realidad, al ser profundas no requieren de cataclismos. Uno no decide de la noche a la mañana que no quiere ser la persona que se supone que es. El ruido es interno, se expresa con miradas perdidas, con reflexiones que no se hacen en voz en alta, con preguntas que revelan esas reflexiones. Y la película las cuenta con fluidez, con la lógica de quien cruza mentalmente por medio de un torbellino mientras camina con tiento por el borde del agua de una laguna.
Silvia García Jerez