120 PULSACIONES POR MINUTO
Oficialmente, todavía no se ha encontrado una vacuna contra el SIDA pero 120 pulsaciones por minuto ya parece una película de época: está ambientada en la Francia de los años 90, década en la que era una enfermedad conocida pero que seguía estando asociada a la práctica homosexual, y en la que la eficacia de los antirretrovíricos era inversamente proporcional a la opacidad de los avances de las farmacéuticas.
Hoy el SIDA sigue afectando a millones de personas, que no cuentan con una vacuna pero si disponen de antirretrovíricos que mantienen a raya al VIH, pero a no ser que trate de Asia o África, ya no estamos ante la pandemia imposible que afectó al mundo hace 30 años y de la que habla Robin Campillo en la escalofriante 120 pulsaciones por minuto, una de las películas más alabadas de la última edición del Festival de Cannes. Y con razón.
Su tercer trabajo, primero que vemos estrenado comercialmente en nuestro país, nos acerca a una asociación de activistas dispuestos a hacer cualquier cosa para darle visibilidad a la enfermedad. Que la sociedad se entere de que hay gente muriendo por el SIDA, ya que parece que el inmobilismo a nivel mediático y gubernamental es irrisorio.
Sus acciones, casi performances en las que se adentran en los más importantes despachos, son vistos como actos vandálicos y por supuesto silenciados en los medios. Pero ellos no se rinden y acuden a centros escolares, para espanto de directores y profesorado, aunque algunos alumnos no acaben de verlas con malos ojos: por los menos les acortan las clases.
Pero otros estudiantes sí protestan. Una en concreto de manera tan radical que provoca el beso entre Sean (Nahuel Pérez Biscayart) y Nathan (Arnaud Valois), lo que supondrá el inicio de la relación que va a ir marcando el carácter más íntimo de la película.
Sean, activista impetuoso, rostro reconocible entre un grupo en el que hasta a los sordos se los escucha, comienza a ver que su vida se acaba, que su cuerpo se queda sin defensas y que va a seguir el mismo camino que los que tuvieron que dejar la lucha.
Hace unos meses, a finales de septiembre, tuvimos la oportunidad de ver Morir, una joya firmada por Fernando Franco, que encuentra en 120 pulsaciones por minuto su espejo artístico. Ambas resultan complejas de ver y más aún de disfrutar si lo que se quiere es asistir a cine de entretenimiento. O al menos al cine de entretenimiento con el que asociamos las películas de palomitas.
La diversión que ofrecen ambas no está en su tono dicharachero sino en la admiración que produce la valentía con la que se enfrentan a temas tan duros sin abandonar en ningún momento la honestidad hacia quienes han pasado por ello, ya sea el enfermo o quien cuida de él. Morir se centraba en el segundo caso, 120 pulsaciones por minuto mira directamente al joven que se consume ante nuestros ojos.
Y lo hace con una naturalidad asombrosa. Es de imaginar que muchos actores que ingresan en escuelas de interpretación lo hacen con la esperanza de llegar algún día a exponerse ante la cámara de la forma en la que Nahuel Pérez Biscayart nos desarma. La lucidez de su trabajo es algo que no está al alcance de muchos. Sin pretenciosidad, sin artificio, sin edulcorar la potencia de su dolor, lo transmite con una fuerza capaz de succionar la del espectador más entregado al horror al que asiste.
Uno queda atrapado y hundido por esa historia de amor que el SIDA va destruyendo sin compasión, como si fuera parte de esa pareja que se adora, que se ama y a la que vemos amarse. No con la explicitud de La vida de Adele, pero sí con la intimidad, la entrega y la ternura que nos ofreció la cinta de Adbellatif Kechiche.
La intensidad dramática va creciendo y el embudo emocional que plantea nos acoge para que experimentemos, visualmente hablando, el efecto de la apisonadora del SIDA arrasando sentimientos. La escena del hospital es una de esas a las que se les guarda el respeto y la admiración que se le tiene a las que elevan las películas para ponerlas en el pedestal que merecen, pero cuanto sigue no es menos apoteósico.
Su templanza, su pureza, la delicadeza con la que Campillo trata al personaje de Sean acaricia el alma. Estando todos devastados, nadie se rinde. Hay que seguir suministrando medicación y no hay lugar para las lágrimas. Ya vendrán. O no, porque ya pasaron. Solo hay que estar. Pocas películas que reflejen la realidad con más sencillez.
Sin regodearse en lo que cuenta, Robin Campillo lo cuenta. Se toma su tiempo porque es necesario pero sus más de dos horas pasan como en una película de superhéores. Tal vez porque asistimos a una narración en la que éstos no llevan capa pero actuaron como tales haciendo Historia, la de aquellos que sin ser famosos pusieron su involuntario grano de arena para contribuir a que hoy el SIDA sin haber dejado se ser una enfermedad terrible, sí haya abandonado su condición de plaga.
Silvia García Jerez