UNA PASTELERÍA EN TOKIO

La vida secreta de las cosas

Bonita. Así es.
Una pastelería en Tokio es una película muy bonita.
Sencilla y conmovedora. Cargada de serenidad, grandes emociones y buenos sentimientos; que al final, es lo que cuenta en esta vida.

El pasado Día de Todos los Santos, Naomi Kawase recibó en la Seminci, el merecido premio a la mejor dirección por esta bella película.
Con su anterior, Aguas tranquilas, se dió a conocer mundialmente aunque tiene una filmografía mayor, que incluye una buena colección de documentales.

Con la misma poesía y delicadeza que aquella, resulta más convencional y menos abstracta; abandonando lo críptico y conceptual para gustar a todo el mundo. Modestamente.
La recién estrenada es un manjar para todos los públicos.
Deliciosamente rellena de los elementos que definen a esta directora japonesa, repite con la tradición, la soledad, la melancolía, las relaciones familiares; también la muerte y la naturaleza, como incontrolable orden natural

Siempre desde la ternura y la esperanza.

UNA PASTELERÍA EN TOKIO

En una pequeña pastelería en la esquina de los bajos de un edifico en el moderno Japón -pero con el encanto de pueblo y vecindario cercano- se sirven dorayakis -unos típicos dulces nipones que consisten en un par de tortitas del tamaño de la palma de una mano, untadas en una salsa de judias pintas-.

Esta repostería chiquita, accesible y atrayente a todo aquel que pasa cerca, está rodeada de cerezos y farolas. Con una cocina mínima y un par de asientos para las clientes fijas; unas ruidosas colegialas que acuden diariamente y tontean con el taciturno encargado, Sentaro.
Entre ellas, Wakana, la más tímida, suele llevarse las sobras del día como rutina. Con una madre despreocupada, se siente rechazada. Se alimenta de noodles en cualquier bar y dorayakis desechados; y pasa más tiempo en una pastelería en Tokio que en su casa o el instituto.

Una mañana, una coqueta y simpática anciana, Tokue, pide empleo en el local.
Sus manos enrojecidas y torcidas por la edad no auguran la contratación inminente, pero la perseverancia de la dulce vieja y las necesidades del callado encargado, le harán cambiar de opinión.

La luna, el sol, unas judías rojas y algunos árboles, se encargarán del resto.

El an (esa mermelada de habas) que prepara artesanalmente la mujer es fascinante.
Segura de ello y con una personalidad y vitalidad envidiable, la septuagenaria vuelve a la ventanilla del local, solicitando el trabajo que lleva deseando toda la vida -y practicando en la clandestinidad durante más de 30 años, sin sueldo alguno- y regala a Sentaro, un recipiente con su rico an, cual curriculum y muestra de su arte.
A la mañana siguiente, ya está enseñando al hombre cómo se cocina; con paciencia, cuidado y amor, aun siendo unas alubias insignificantes.

Pero este cocinero deprimido, no sólo aprende como hacer un rico an de calidad.
La peculiar señora que habla a las judías y huele el vapor, escucha a los arboles y saluda a Don Sol, cambiará la vida del hombre y la jovencita; la manera de entender la muerte, la soledad, la culpa y el trabajo. Formando un trio de cuento de tres edades, con la amistad y experiencia, como absoluta lección de vida.

Los cerezos empiezan a florecer… Tokue cocina igual de bien que estupendamente teje, un par de cojines multicolores para descansar, junto a Sentaro, tras la jornada laboral.

El éxito está en sus manos, pero en su pasado hará temblar a los vecinos, que se pasan de boca en boca tanto los dorayakis como los chismes sobre la dama mayor.
El viento cambia y la abuela ya no puede trabajar en esta pastelería en Tokio.
Caen las hojas de los almendros y cerezos… Y el olor a negocio llega hasta oídos de la dueña; una nueva rica, sin gusto alguno en todos los sentidos, que amenaza con cambiar la especialidad de la casa por imitaciones de multinacional.

La vida sigue, pero todos echan de menos la magia de la abuela (que alimenta estómago y alma con su humildad ante la intolerancia y su calmada sonrisa) Para cuando se produce el reencuentro con la anciana en un asilo muy especial, descubrimos un secreto personal y una vergüenza nacional.

Las viejas cucharas y los cacharros usados por la señora, serán la preciosa herencia para el gerente-cocinero que arrastrando también un pasado de mejor olvidar, se levanta al amanecer, como le enseñó Tokue, para tomarse su tiempo con los pastelitos y la vida.

Ahora, sube las escaleras de la azotea cada mañana, para saludar al sol antes de currar.

Y se perdona; la deuda contraída con la propietaria, con el mundo y consigo mismo. Y sonríe.
Mientras Wakana mira al cielo y busca entre los pájaros a algún canario volando… el que regaló a la abuela adoptada, que dejó en libertad porque el periquio se lo cantó, contó… Y sonríe.

El tiempo se para; al ritmo del silbido del aire.

Oyendo con los ojos y mirando con los oídos.

Tokue está ahí con ellos; en todas partes y para siempre. Aceptando la muerte y la insignificante levedad del ser. Desde la coherencia y generosidad.

Y aunque las despedidas sean tristes, se aligeran cuando sentimos que formamos parte de un todo; creando entre todos, un mundo mejor.

UNA PASTELERÍA EN TOKIO

Las secuencias contemplativas que maneja brillantemente la directora, se ajustan como un guante, en todo el film; consiguiendo transmitir sutilmente los sentimientos que aborda con una atmósfera de intimidad e inocencia, sin caer en el melodrama.

Absolutamente evocadora y empática es la secuencia de elaboración del an.

Te llega el olor, el calor a fuego lento, la textura… Cuando revuelven las judías, sin agitarlas; sin dañarlas… Lo que es casi imperceptible, invisible; ahí está.

Estimulante. Deliciosa.

Eso ocurre en el buen cine; y en eso consiste la esencia… que encontramos en frascos pequeños, diminutos lugares e insignificantes detalles que tienen vida propia…

Solo hay que saber escuchar. También al silencio.

Estamos aquí para escuchar al mundo y sus historias.
Eso es todo.

Abuelita, dime tu…  

por Mariló

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